viernes, 10 de octubre de 2008

el camino de vuelta


Salimos de la fiesta por la puerta por la que Sansón y yo habíamos entrado horas antes y bajamos las escaleras que antes habíamos subido. El rocío había dejado los peldaños resbaladizos como si la escarcha la hubieran planeado un ejército de caracoles. Sansón bajó primero, yo le seguí a dos o tres escalones de distancia. No quería estar demasiado tiempo con aquel hombre y pensé que tendría que inventarme algo para no dormir otra vez en el piso de Carmen. Pensar no era una tarea fácil. Llevaba muchas horas despierto y sentía todo el cuerpo torpe y pesado. La noche anterior a ésta la había pasado junto a la cama de María y el bicho había estado dando la lata. Ahora, el bicho estaba aletargado en algún lugar del recuerdo de la noche que había acabado de vivir. El bicho se había asustado y se había divertido. Para él había sido como una noche en el parque de atracciones de la locura. Había tenido su sesión de éxtasis y vértigo y estaba en un estado de agotamiento nervioso, como un niño que ha jugado todo el día desde la mañana hasta la noche al juego que más le gusta.
Llegamos al suelo y nos fuímos hacia donde habíamos dejado el coche. Era el último que quedaba. Todos los demás debían de haberse marchado a medida que los invitados iban recogiendo sus ropas después de la orgiástico fin de fiesta. Sansón encendió un cigarrillo, sacó la llave del coche y abrió las puertas con un solo movimiento de su dedo. Subimos al coche y abandonamos la explanada por el camino del bosque. Había amanecido ya casi por completo y pude ver con claridad aquello que la noche anterior era una espesura negra y cerrada. Era un bosque de pinaza y encinas, un bosque sucio lleno de arbustos y ramas secas que nadie se ocupaba de limpiar. Al poco de circular por el camino de tierra llegamos a la salida hacia una carretera asfaltada. De allí hasta casa de Carmen, tardamos veinte minutos. Con los ojos semi cerrados fui memorizando los cruces que ya la noche anterior había intuído a la luz de los faros del coche de Sansón. No dejaba de pensar en esa sensación que había tenido durante toda la noche de que alguien estaba observando mis movimientos. Intuía que la figura que hablaba con L.B. en la oscuridad me había estado siguiendo los pasos durante todo el tiempo. Sin embargo, después de que desapareciera por aquella puerta, no la había vuelto a ver en la gran sala. "Te estás volviendo paranóico" me dije. "Tantos años vigilando para que no te descubrieran te han convertido en un maldito paranóico. Allí había gente tan importante que tú para ellos apenas eres una brizna de hierba, una marioneta que aprieta el gatillo por ellos. Eres lo que menos les importa, la punta de la espada que atraviesa la carne, no saben quien eres, nadie sabe quién ejecuta su plan, así que nadie tenía motivos para seguirte los pasos". Me resultaba sorprendente que, aparentemente, hubieran ocurrido toda una serie de casualidades: que ella viniera a esta ciudad, que yo encontrase a María y la librase en aquel bar del hijo de J..., que ella me llevara hasta Carmen y que Garr me agradeciese mis cuidados a María y mi venganza a los que le habían hecho daño, que me invitara a la fiesta y que me contara todo aquello , simplemente porque le caía bien. Caerle bien a Garr hacía que me sientiera mal, que me sientiera sucio. Me condenaba a preguntarme si yo era de una pasta parecida a él. Me respondía que no, que alguien como él necesitaba, de vez en cuando, de un confidente íntimo, algo así como un amigo al que se le pueden contar cosas muy personales. Garr carecía de ello y supongo que aquella noche, por algún motivo que nunca conoceré, se sintió lo suficientemente humano (y a mí lo suficientemente cercano) como para confiarme toda aquella información. Compartir un secreto hace más llevadero el peso que supone. Pero también resulta peligroso. Y yo empezaba a sospechar que aquella deferencia que había tenido conmigo podía explotarme en las manos en cualquier momento. Mientras, debía jugar bien. Tenía buenas cartas, las mejores, y lo mejor de todo es que nadie sospechaba de mí. Nadie sabía que, sin saberlo, habían puesto la punta de la espada sobre su propio cuello.
Paramos delante de la casa de Carmen. El sol había salido completamente y estaba lo bastante aturdido como para bajar la guardia. Sansón se bajó del coche y me hizo un ademán de seguirle. Entramos en el edificio y subimos hasta el piso que habitaban Carmen y Sansón, y donde descansaba María. Entramos y mi cuerpo experimentó esa relajación instantánea de cuando llegas al hogar después de mucho tiempo fuera. No era lo más conveniente, aquello me decía que estaba seguro cuando, en realidad, no era cierto. El cansancio es el enemigo número uno la precaución y yo debía de estar muy cansado porque me senté en un sillón de la entrada y dejé de pensar, dejé de preguntarme y dejé de atar cabos. Lo único que me quedó flotando era aquella sensación de que alguien me estaba observando en la fiesta. Un estado soporífero me invadió nada más tocar con la espalda el respaldo del sillón. Suspiré. Era lo más creca que había estado en horas de estar a salvo.

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