lunes, 31 de diciembre de 2012

Tú decides cuál es el día en que cambia tu vida



No hace falta que sea el primer día del año, ni que el solsticio de invierno se haya llevado las hojas de los árboles.

Aún así yo esperaré a la primavera, seguiré esperándola porque la conocí un día de junio en el que aún no era verano, y eso es algo que se me quedó marcado a fuego.

Quizá me lea esta noche, y tal vez reconozca la huella que podría repasar con la yema del dedo índice de su mano derecha, como se palpan las cosas auténticas: el amor y sus cicatrices.

Mi mundo cambia a cada instante, el mundo no deja de cambiar como si el escenógrafo se hubiera vuelto loco.

Por mucho que pase el tiempo yo seguiré teniendo como referencia el día en el que me encontré con una historia y supe que yo iba a ser el protagonista. Lo supe en cuanto leí las primeras líneas, me di cuenta de que si seguía ya no podría volver a ser el mismo.

Y aún así seguí, temblando de excitación, hechizado por su voz, por el sendero de sus palabras incandescentes como lava que sale del corazón del diablo.

Aunque no lo supe entonces, sus palabras me salvaron la vida, me dieron algo que nada ni nadie puede sustituir: el deseo.

Tu deseo hará que llegues a donde quieres llegar, que seas lo que desees ser. Sólo tienes que ser lo bastante valiente para saber que nada va a ser fácil, lo bastante ingenuo para creer que eres lo suficientemente fuerte.

Porque cuando llegue el momento lo serás.


domingo, 30 de diciembre de 2012

El año en que volví a tener ganas de regar las plantas


Hace días que escucho esta canción todos los días. No había visto el vídeo hasta hoy. No sé por qué tenía una norma que me impedía subir dos vídeos de un mismo artista en dos posts consecutivos, pero el deseo siempre es más fuerte que cualquier barrera que uno se encuentre o cree.

El vídeo trae recuerdos, en general, de un verano que se acabó hace tiempo. Un verano de lugares y de momentos, que se acaba muchas veces a lo largo del año desde hace años.

Dicen que el enamoramiento dura, como mucho, dieciocho meses, que puede que llegue a tres años, pero que luego sólo queda un lenta caída, o reinventarse, la solidaridad, el respeto, otra forma de cariño. Los que escribimos en blog, por lo general, hablamos casi siempre del amor, a veces del desamor, intentamos decir en voz alta cómo nos sentimos, cómo nos hacen sentir, tratamos de cifrar mensajes ocultos, armando palabras como si fueran piezas de lego.

Supongo que lo peor es cuando el desamor llega a destiempo, cuando tú aún estás enamorado y el otro ya no, incluso cuando es el otro que sí lo está y tú ya no sientes nada, ni piensas en reinventar nada, cuando ninguno de los dos sabe lo que pasa.

El otro día leía en una entrevista a un hombre cuya madre se había suicidado después de una depresión cuando él era pequeño. Decía algo así como que su madre era muy cariñosa, le daba mucho amor, pero la depresión hizo que rompiera ese vínculo de cariño, que se desentendiera de él, y que eso lo había llevado siempre consigo, que siempre se había sentido como un caramelo que, una vez lo has probado, lo escupes porque no te gusta.

Me quedó esa imagen, porque ¿quién no se ha sentido así alguna vez? y ¿quién no se ha sentido como un trapo sucio, sustituido por otro limpio? Ni mejor ni peor que tú, sólo que menos desgastado por el uso.

Hace sólo unos pocos años que aprendí a odiar, antes no sabía lo que era. Soy un hombre incapacitado para el odio, siempre lo he sido, así que sentir eso me dejó más aún perdido. No se debe odiar pero tu cuerpo y tu cerebro odian, porque se odia con la intensidad que se ama, aunque no siempre que has amado intensamente eres capaz de odiar.

Se acaba el año. El año en el que me salvé del desahucio inminente, en el que me me reinventé de verdad aunque empezara hace un año y medio, en el que aprendí a competir en premios, en el que creé algo difícil de creer, algo extraordinario, algo que me ha permitido cumplir mi sueño al mismo tiempo que me libraba del abismo. Doy gracias por haber creído en mí por encima de las voces que me decían que eran pájaros en la cabeza.

Pero eso no quita que me sienta como un caramelo en el suelo, por mucho que haya pasado el tiempo y por mucho que las cosas hayan cambiado y el precipicio quede lejos. Ayer, en una entrevista a Lucía Etxeberria, contaba que, a pesar, de tener las cosas claras, vivir sola y todo eso, el subconsciente te pone una serie de metas que si no las cumples pierdes valor hasta conseguirlas. Y que los escritores, por lo general, al tirar de la sensibilidad y sobre todo, de la observación del entorno son más conscientes de por dónde va el mundo y dónde estamos situados en él. Tenemos, quizá, un mayor nivel de autoconciencia social y qué le pasa al personaje que somos...

No sé, en el pasado dije cosas que no estuvieron bien. Fueron fruto del odio. Sigo odiando, pero menos, cada vez me odio menos a mí mismo también. Me he vuelto más práctico y creo que más consciente de cómo son las cosas. Ya no soy un anti-héroe ni un loco; lo echo de menos pero ahora soy más fácil y al mismo tiempo tengo menos expectativas, que no significa que no tenga menos esperanzas.

Espero que mi trabajo me lleve a conocer a buena gente, que me haga creer de nuevo en la humanidad, pieza a pieza, y que pueda volver a escribir como hacía antes. Y que pueda volver a concentrarme en la lectura sin que me ponga nervioso y tenga que estar levantándome y sentándome y salir a dar una vuelta para tranquilizarme.

Y espero seguir leyendo blogs y conociendo en profundidad a personas que serían personajes en cualquier novela.

Antes de que el tiempo se agote.

Y gota a gota se vaya filtrando en la tierra para dar vida.

viernes, 28 de diciembre de 2012

Olvido qué es la libertad



Me gustaría poder escurrir los sueños que tuve anoche, cuando soñé contigo sin arnés ni cuerda que me ataran al despertar por la mañana. Recuerdo lugares que no existen, personas que no son más que personajes de novelas que he leído. Y tú en medio de todo ello, tiene gracia, una estatua de mármol que no puedo recordar ahora porque se me han ido los sueños por el mismo lugar por donde se va el agua de la ducha, y de donde no regresan.

Esta noche te he escrito con las manos una historia de piel que nunca acaba. Y ahora, que me vencen de nuevo las ganas de dormir, me pregunto si volveré a esculpirte con palabras lo que con mis manos pierdo cuando despierto.

Yo sé que existes, no podría vivir contigo en ese otro mundo si no existieras de verdad en éste. Y es eso precisamente lo que me inquieta, que vivas tan lejos que sólo te pueda alcanzar cuando los dos dormimos el mismo sueño.

Y que al despertar me hayas olvidado.

Y que yo tarde en olvidarte esos malditos minutos.

Y que se me haga tan insoportable perderte que recuerde todo el tiempo que te olvido todos los días.

martes, 25 de diciembre de 2012

Pixar- La Luna



Feliz Navidad.

No soy dado a celebraciones ni a felicitaciones.

Pero en el mundo hay quien crea belleza y es hermoso poder compartirla contigo.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Lo último que se pierde es la esperanza de que aún nos quede la esperanza



Y allí se quedó su voz, en aquel auricular colgado sin ganas de colgarlo. Se quedó allí, junto a la dueña del almanaque de  todos mis días ya oxidados. Un día te das cuenta de que el pasado es como todas esas cosas que no vas a poder utilizar ya nunca por mucho que lo quieras, porque se han vuelto inservibles por falta de uso; todas esas cosas que uno guarda por si acaso en un cajón y que, poco a poco, se acumulan hasta no dejar espacio a lo que sí te sirve. Siempre queda la esperanza, la estúpida esperanza de que aún le importes a la persona que más te importaba a ti. La esperanza es lo último que muestra signos de óxido, pero es lo primero que deja de funcionar.

No sabría decir el porqué, pero estoy seguro de que a algunos nos aqueja algo así como un síndrome de Diógenes con los recuerdos de los buenos momentos, los acumulamos para creer que aún tenemos algo que merece la pena y que configuran un tesoro que nadie más puede entender su valor. Pero lo cierto es que tiene que llegar el día en el que tengas que dejar todo eso a un lado, hacer limpieza y quedarte sólo con lo más querido sabiendo que no va a funcionar nunca más, que si quieres que las cosas sirvan tienen que ser nuevas, que las herramientas con las que se arregla el día a día tienen que cumplir su cometido, que tu vida sigue y todo lo que no sirve ocupa un espacio que te podría ser útil ahora.

Me pregunto cuánto tiempo tardó ella en tirar lo que ya era viejo entre nosotros, cuánto tiempo permanecieron las fotografías color sepia que revelaban lo nuestro en los cajones de su casa. Y aunque la respuesta parece evidente, no puedo evitar creer que las guardó en alguna caja encima de un armario, o en el doble fondo de un cajón que no conozco.

Lo que no puede (o sí puede) tu voz


Cuando despertó ya era de noche. Yo me había dedicado a explorar la casa. No había nada extraño, era un refugio de montaña, sólo eso. En los cajones de la cocina sólo encontré los utensilios propios de una cocina y en los de la habitación que ella había definido como la de "donde dormiremos nosotros" apenas había sábanas limpias, aunque tenían cierto olor a naftalina, y mantas, muchas mantas. El invierno debía de ser duro en esta zona, o las tenían por si algún grupo numeroso pasaba por allí.

No me atreví a entrar en las otras habitaciones, no porque no tuviera curiosidad sino porque si ella se despertaba, no me encontrara hurgando sin su consentimiento. No creía que me dijera nada, pero prefería conservar cierto áurea de buen huésped, y también porque siempre me he sentido un intruso en cualquier casa ajena, un sentimiento de que el anfitrión tiene la propiedad y yo no tengo nada.

Al despertar se topó con la manta que le había puesto por encima para que no cogiera frío. A pesar de que la chimenea desprendía un calor más que aceptable, pensé que no estaría de más abrigar su cuerpo fatigado por el camino y las horas a la intemperie que había pasado la noche anterior. De paso, la manta me serviría para justificar mi incursión por cajones y armarios.

"Gracias por la manta" me dijo estirando uno de sus brazos y encogiendo el otro. "Y gracias por ayudarme ayer con aquella bestia. No te lo había dicho aún". Hasta ese momento pensaba que estaba enfadada conmigo y que golpeando a aquella mole que la tenía agarrada no había hecho más que ponerla en un aprieto mayor, así que aquella frase suya me dejó desconcertado. Y sólo entonces me atreví a preguntar quién era aquel tipo y qué pretendía de ella.

Se encogió de hombros. "Cosas. Hacía días que me iba siguiendo. Alguna vez me lo había encontrado en la puerta de mi casa, en la acera de enfrente. Pero ayer se dejó ver todo el tiempo, como si no tuviera miedo a que yo lo identificase y eso no me gustó nada" dijo con la voz aún entre la vigilia y el sueño.

"Y por eso viniste a mi casa" dije. Ella me miró sin decir una palabra, me dirigió una mirada neutra, sin emoción.

"La primera vez no, luego me sentía más segura contigo, me hiciste sentir bien, a salvo, no hacías preguntas, me acariciabas el pelo, me contabas cosas, me hacías reír, no te importaba que la noche anterior hubiera estado con otros hombres. Me hacías sentir como una niña, la leche caliente y las galletas al levantarme... el beso cuando me quedaba dormida" dijo con una voz que sonaba cálida y dura al mismo tiempo. "No quería meterte en esto, no era mi intención".

"Entonces el tipo ese sabe dónde vivo" asumí en voz alta.

"Hemos de suponer que sí. Será mejor que no regreses durante un tiempo" dijo mientras se levantaba del sofá con la manta encima de los hombros.

"Hemos de avisar a Elena. No me gustaría que le pasara algo sólo por ir a verme. No creo que vuelva, pero no me perdonaría que le pasara nada".

"Tendremos que bajar al pueblo, ya es de noche. Buscaré una linterna y llamaremos desde el bar. Espero que las pilas estén bien, de noche no se ve ni torta".

Salimos de la cabaña y recorrimos el camino entre los árboles, yo la seguía pegado a ella. El camino de noche era un laberito de árboles y arbustos. Llegamos al camino asfaltado y bajamos hacia el pueblo. Las pocas farolas encendidas nos aguardaban pálidas como viejas luciérnagas que agonizan a la par que el verano. Hacía frío, pero un frío fácil de llevar. Entramos en el bar del pueblo, donde apenas estaba una mujer de unos cincuenta años y un par de ancianos que se callaron en cuanto entramos y que no nos quitaban los ojos de encima.

Llamé a Elena, a pesar del tiempo aún guardaba su número en algún lugar recóndito de mi memoria. Lo había borrado de todas partes, pero no había conseguido quitármelo del todo. Supongo que el tiempo lo hubiera acabado por desterrarlo para siempre y, simplemente, un buen día iría a recordarlo y no podría. Pero no era así. No todavía. Así que la llamé y a los dos tonos oí su voz al otro lado respondiendo con un "diga" sorprendido, imagino que al ver un número extraño en la pantalla del teléfono.

"Soy yo" dije.

Ella permaneció en silencio.

"No cuelgues, por favor. Lo que tengo que decirte es importante. Si no quieres decirme nada, lo entenderé, pero es importante que escuches lo que tengo que decirte".

Siguió en silencio, pero no colgó.

"Estoy metido en un lío y he tenido que irme de la ciudad. Pase lo que pase no vayas a mi piso. Lo están vigilando y si te ven por allí puede que corras peligro". No sé si esperaba una respuesta o que alargué demasiado la pausa, en cierta forma esperaba una señal por parte de ella y al mismo tiempo temía que no fuera como yo quería que fuese. "Siento todo esto, de veras, pero ya sabes como soy: un desastre. Pero esta vez hazme caso. Esta vez es algo muy serio. Prométeme que no irás".

Ella asíntió con la cabeza. Lo sabía porque era un gesto que ella hacía de forma inconsciente cuando hablaba por teléfono. Lo supe sin tener la evidencia como se saben esas pequeñas cosas a las que la convivencia te acostumbra.

"Tengo que colgar" le dije. Me hubiese gustado hablar con ella de otras cosas, preguntarle qué tal le iba todo, que cómo le iba, hablar con la mujer con la que necesitaba hablar todos los días, con la que necesitaba estar en contacto a todas horas, pero tenía miedo de que me contara cosas que yo no pudiera soportar, esas pequeñas porciones de lo cotidiano de las que uno ha sido expulsado tras un juicio injusto y que no se atreve a mirar atrás, porque la vida sigue pero sin uno, y de las que sólo le queda un vago recuerdo que es mejor no evocar. "No llames a este teléfono" le dije "es un teléfono público y yo sólo estoy de paso. Si quieres que te vuelva a llamar, así lo haré, pero si no vas al piso no hay peligro".

"Está bien. Llámame si quieres. Te prometo que no iré a tu piso. ¿Estás bien?" preguntó.

"Estoy bien, a salvo" dije

"Cuídate mucho" dijo.

"Lo haré. Adiós" me despedí y colgué con una enorme tristeza. Una melancolía que no me sacaba de encima nunca y que se había multiplicado a medida que reconstruía un lazo antiguo que me había destruido al romperse.


viernes, 14 de diciembre de 2012

Un lugar en el bosque donde esconderse


El taxi nos dejó en una estación de autobuses. Al bajarse del coche, ella y el taxista se apartaron y se dijeron cosas que yo no pude oír. De vez en cuando él me lanzaba una mirada seria, era evidente que no estaba de acuerdo con que se me llevara con ella. Al fin y al cabo, probablemente, yo había empeorado las cosas, fueran éstas las que fueran antes de mi intervención.

Se dieron un abrazo, él se metió de nuevo en el taxi y se fue sin despedirse de mi. Pensé que quizá tenga una habilidad innata para crearme enemigos sólo por el mero hecho de existir, que mi carácter tímido era, en realidad interpretado como hostil. Tampoco voy a negar que soltarle un puñetazo a un gorila de vete tú a saber qué mafia sea un acto de estupidez suprema, entre otras cosas porque ponía en peligro a otra persona además de a mí, pero en aquel momento pensé que ella estaba en grave peligro.

No me unía nada a aquella mujer. No sabía nada de su pasado y, a decir verdad, tampoco nada de su presente. Mi conocimiento de ella se limitaba a unos desayunos frugales y a haber dormido con ella, era algo así como una camaradería silenciosa donde el pacto estaba implícito en cruzarnos las miradas. Apenas hablábamos, entre otras cosas porque las cosas que tendríamos que decirnos eran cualquier cosa menos tranquilizadoras para el otro. Así que en cuanto nos quedamos solos en el andén de la estación de autobuses no supimos muy bien qué decirnos. Faltaban veinte minutos para que saliera el autobús que ella había elegido y esos veinte minutos por delante se volvieron incómodos. Ninguno de los dos quería hacer un balance de dónde estábamos ni qué debíamos hacer. En la huida, cuando la adrenalina se apodera de tu cuerpo, cuando corres de un lado para otro, los períodos de espera se vuelven una tortura nerviosa, tienes el cuerpo biológicamente preparado para salir corriendo pero debes permanecer quieto.

Llegó nuestro autobús y nos subimos en él. Iba hacia el Oeste. Hasta entonces no le había preguntado a dónde nos dirigíamos, no sabría decir el porqué, simplemente me había puesto en sus manos e imaginaba que ella tenía una salida de emergencia siempre preparada, un lugar seguro donde esconderse sin que la pudieran encontrar por mucho que la buscaran. Tardamos dos horas en llegar a nuestro destino, el autobús fue haciendo paradas en pueblos cada vez más pequeños y a los que se llegaba por carreteras más estrechas y lóbregas, abiertas en medio de las montañas y flanqueadas por bosques cada vez más espesos y húmedos.

Nos bajamos en un pueblo que no tendría más de treinta casas y nos dirigimos a un pequeño comercio al que se accedía por la puerta de lo que parecía la misma vivienda.

"Espera aquí" me dijo, y entró apartando a un lado la cortina de varillas de plástico que evitaba que se viera lo que había dentro. Salió en menos de un minuto. "Vamos" dijo "está aquí cerca".

Salimos del pueblo por un camino asfaltado, por el que apenas cabía un solo coche, y que se adentraba en el bosque. Subíamos una empinada cuesta que se prolongó durante un par de kilómetros que me parecieron veinte, luego abandonamos el camino asfaltado y nos metimos por un camino de tierra que se introducía de lleno en el bosque. Caminábamos sin apenas decir nada, ya que llevábamos un buen ritmo y nos costaba hablar sin ahogarnos. El camino de tierra era algo más plano. "¿Dónde me llevas?" pregunté. "A la casita de chocolate" dijo con una sonrisa burlona, sin ningún ápice de sarcasmo.

Llegamos a un claro del bosque donde aparentemente se acababa el camino. Nos detuvimos. "Ahora tendremos que subir por la ladera de esa montaña" me dijo "no es peligroso pero si las rocas están húmedas ten mucho cuidado. Es muy común que hiele por las noches y que el hielo se mantenga durante todo el día en las zonas donde no da el sol. Así que vigila donde pones los pies".

Nos metimos en el bosque, apenas se adivinaba un sendero entre hayas y robles, matorrajes de boj y algunos enebros. Olía a humus, a ramas empapadas de una humedad semi eterna. Caminamos durante un trecho que corroboraba eso de que íbamos a una casita de cuento de hadas.

Una cabaña apareció de la nada. Estaba construida en una base de piedra que se tranformaba en madera a media algura de la pared. Llegamos ante la puerta y sacó una llave del bosillo del pantalón y abrió la puerta. Entramos a una gran habitación toda de madera, con una chimenea de piedra pegada a la pared derecha. Todo era sobrio pero estaba limpio. No había rastro de polvo.

"¿De quién es la casa?" pregunté. "De alguien que conozco" dijo mientras entraba abría una habitación y entraba en ella. Salió sin las bolsas. "Esta será nuestra habitación" dijo. Y en esa palabra; "nuestra" noté que más que una relación de confianza iba, en realidad, una petición de que no la dejara sola, y eso me sorprendió, porque hasta ese momento yo había dado por supuesto que a ella, la soledad era como una parte más de la vida y que el que hubiera venido a mi casa con comida y se hubiera quedado a dormir un par de días, era, en realidad, una debilidad momentánea, algo que iba a pasar en un corto espacio de tiempo y del que podría prescindir una vez hubiera decidido que no le aportaba nada.

A partir de ese momento tuve la sensación de que toda la seguridad que había demostrado durante la huida no era otra cosa que una máscara y que, en realidad, mi musa, mi hada madrina, era el ser frágil que había adivinado unos días atrás. Salió afuera y me hizo un ademán desde la puerta para que la siguiera. Detrás de la casa había un adosado sin paredes donde se apilaba un buen puñado de leña. "Las reglas son que por cada trozo de leña que cojas, debes salir a buscar otro. Nunca debe haber menos leña amontonada de la que hay ahora. ¿Sabes recoger leña?" No respondí. "Aunque los de ciudad creáis que la leña es todo madera, no es así. Debe estar seca, debe llevar un tiempo muerta" dijo. "Mañana saldremos a buscar y te enseñaré".

Cogimos una mezcla de ramas pequeñas y troncos gruesos. Los amontonamos cerca de la chimenea. Buscó unos periódicos viejos e hizo una bola bajo unas ramas finas y unas hojas secas. Encendió el papel con un mechero de gas y poco a poco se fue prendiendo el fuego.

A mí todo aquello me parecía irreal. Apenas unas horas antes vivía angustiado por la falta de recursos, de un futuro. Allí, en medio del bosque, las deudas, los bancos, el que me hubieran cortado la luz y el gas, la falta de comida, me parecían algo muy lejano en el tiempo y que no iban conmigo. Me pregunté si esto sería fruto del viaje, y si, en realidad, somos esclavos de unas circunstancias que nosotros no hemos creado, sino que nos hemos limitado a aceptar sin preguntar por miedo a plantear preguntas que otros consideran de respuestas obvias.

Poco a poco la casa se fue calentando y el olor a madera quemada se fue adueñando de la habitación. Ella retiró una sábana de encima de un sofá que estaba a unos tres metros enfrente de la chimenea y se sentó "Sólo un minuto" dijo "hay muchas cosas que hacer". Y se quedó dormida.

martes, 11 de diciembre de 2012

Camino de la perdición



Seguí el rastro de una vía láctea de purpurina en dirección a donde creía que iría. Sólo sabes hasta qué punto te importa alguien cuando sabes a dónde iría en caso de que saliera corriendo sin dirección aparente, a dónde le llevarían sus pasos cuando no se quiere ir a ninguna parte. Fui a paso ligero porque el barrio se mantiene tranquilo mientras que nadie corra; hay lugares en los que correr sólo puede significar que te persigan, y cuando tienes algo que ocultar lo mejor es que no te pille en medio y, en este barrio, todos tienen algo (mucho) que esconder.

Doblé la última esquina por la que la he visto desaparecer todas las veces que la he seguido. Ahí desaparece siempre, tras esa esquina mordida por la humedad, y no es que se meta en algún portal, lo que ocurre es que esa es la frontera que me marca ella, más allá de esa calle existe un país vedado incluso para mí. Nunca he sabido cómo había logrado intuir que la seguía, porque es imposible tener la certeza. Soy extremadamente bueno en pasar desapercibido, en no hacer ruido, en entender mejor a las sombras que a las personas.

Pero ella lo supo y determinó que ahí terminaba lo que podía saber de ella. Y en cuando me dí cuenta lo respeté, como se respetan el interior de las iglesias o el dinero que se recauda para los pobres. Ahora eso iba en mi contra, por eso tenía que darme prisa; por eso y porque no quería que desapareciera de mi vida como yo lo había hecho con la mujer que había dejado tan sólo hacía unos minutos escaleras arriba, frente a mi puerta.

Me dio un vuelco el corazón cuando la vi en mitad de la acera, apenas a unos cincuenta metros de mí. Hablaba con un un hombre fornido, de aspecto fiero, probablemente extranjero, de uno de esos lugares donde a los niños se les arranca el alma al nacer para poder criar bestias que no tengan conciencia con las que sentir qué está bien y qué no. La agarraba de una muñeca y permanecía impasible, ni tan siquiera creo que disfrutara con el poder que le otorgaba su descomunal fuerza. Mi musa trataba de soltarse y la gabardina negra se le balanceaba como una vela mayor que se suelta en medio de una tormenta.

Mi primera opción fue quedarme quieto, observando, sin saber qué hacer. Sabía que no tenía nada que hacer si llegaba allí e intentaba razonar con aquel mastodonte; es más, se pondría nervioso y cuando alguien así siente que no domina la situación, es capaz de cualquier cosa. Y cualquier cosa es demasiado para mí. Así que opté por la sorpresa. Busqué algo contundente a mi alrededor, una barra de hierro olvidada entre los contendedores de basura, una piedra suelta, un pedazo suelto de bordillo de la acera, busqué, pero lo más contundente que encontré fue mi propia rabia. Paradójicamente las piernas me temblaban, y sin saber cómo, empecé a correr hacia los dos, sin saber aún qué haría cuando llegara.

Ella me vio venir, abrió de par en par sus ojos pero no dijo nada. Él dudó un instante en si obedecer a sus reflejos y mirar a donde miraba ella o en si creer que era un farol para que mirara donde ella quería que mirara para hacer algo que le permitiera zafarse de él y huir corriendo. Pero para cuando se dio cuenta de que las hadas madrinas no pueden correr con semejantes tacones, yo ya estaba encima de él, con el puño a punto de llegarle justo detrás de la oreja. Quizá llegó a ver mi sombra, o a oír los últimos pasos de mi carrera, quizá hasta pudo verme con el rabillo del ojo y se hizo la idea de a quién debería buscar cuando se recuperara. Yo recé para que no fuera tan rápido como para esquivar el golpe aunque sólo fuera por un centímetro, y por suerte para mí no lo era.

Algo crujió, en ese momento no supe si era su cráneo o mis falanges, el caso es que el bicho había decidido que la rabia y el odio son más fuertes que el miedo y que esa noche iba a ser o una noche gloriosa o la de nuestra muerte. Y entonces supe que mientras el bicho estuviera conmigo aún tendría una posibilidad aunque fuese entre un millón de volver a sentirme un hombre de verdad. El bicho gritó de rabia, gritó de alegría y se desbocó a galope encendiendo mi pecho, mientras que en ese mismo instante me sobrevenía la certeza de que pese a todo, mientras tuviera algo o alguien por quien luchar, mis límites estarían más lejos de lo que yo creyese.

Se desplomó como un árbol que arranca un vendaval: lentamente, intentado mantener los pies en el mismo sitio por si las raíces aguantaban un último esfuerzo antes de que otro golpe de viento lo tumbara definitivamente. No sé si llegó a perder el conocimiento, intentó aferrarse a mi musa queriendo detener su caída pero sólo logró arrastrarla en ella. Ella se soltó justo cuando perdía el equilibrio, retirando la mano con un gesto seco.

Lo miró para cercionarse de que estaba fuera de juego, luego me miró a mí sin una emoción en su cara, me miró perpleja y enfadada, y contenta, y temerosa, con preguntas sin respuestas, con la duda de si huir o abrazarme, de si salir corriendo sola o conmigo.

"Tenemos que irnos" dijo "la has... la hemos hecho buena". Y salió corriendo calle abajo. "¿A qué esperas?" preguntó, y la seguí de inmediato, consciente de que había empezado algo que no iba a acabar bien para ninguno de los dos. Empecé a correr mientras el bicho miraba hacia atrás y sentía esa clase de orgullo del que ha hecho algo que sabe que nunca más va a volver a poder hacer. Y empezó a aullar y a reír, al mismo tiempo que me susurraba "la has cagado de nuevo", y volvía a reírse de mí, de que fuera tan fácil acabar conmigo, de que le brindara tantas oportunidades para joder mi destino.

Corrimos sin parar cinco manzanas más, habíamos salido del barrio y estábamos en otro menos siniestro. Algunos edificios eran nuevos y a otros les habían rehabilitado la fachada hacía más de diez años. Entramos en un portal con suelos de mármol rojo y espejos en las paredes, el ascensor estaba en la planta baja, entramos y subimos hasta el tercero. Mientras el aparato subía no nos dijimos nada. Sólo nos miramos.

Se cambió de ropa y se puso unos jeans y un jersey grueso, e hizo la bolsa con lo imprescindible: mudas limpias, más ropa de calle, un neceser y unas cuantas cajas que no mostraban lo que encerraban. Salimos al rellano. El ascensor aún seguía allí. Se detuvo a mirar el piso desde la puerta un par de segundos antes de cerrar la puerta con llave. Luego me miró a mí y se metió en el ascensor.

Bajamos. "Supongo que sabrás algún lugar a dónde ir" me dijo. No supe qué decir. No había pensado en nada. Hasta ese momento sólo la seguía mientras trataba de acallar al bicho.

Llegamos a la calle. Miró hacia ambos lados. "¿Sabes conducir?" me preguntó. "Sí" respondí. "¿Y abrir un coche y ponerlo en marcha?" volvió a preguntar. Mi cara de asombro debió de dejarle clara mi respuesta.

"Mientras tanto cogeremos un taxi. Sé dónde hay uno" dijo. Y volví a seguirla por las calles, mirando hacia atrás de vez en cuando, esperando no cruzarnos con un enemigo invisible que no tardaría en salir a buscarnos. Lo que sí empezaba a quedarme claro es que mi hada madrina era una experta en fugas, o que al menos había estudiado un plan B para cuando las cosas se pusiera feas y su afilada varita mágica no sirviera para defenderse de los lobos feroces. Y me pregunté si en ese plan B yo había estado alguna vez incluido o si no era más que un mero accidente. El bicho me dijo desde muy cerca y desde muy adentro que había sido un estúpido por seguir a la mujer equivocada en lugar de quedarme al lado de la mujer de mi vida. Quizá aún no era demasiado tarde, quizá la mujer que se quedó esperando frente a mi puerta aún me esperaría, me decía al oído.

Quizá el bicho tuviera razón, quizá fuese verdad que todo lo estropeo y tomo siempre las decisiones equivocadas, pero allí estaba ella, o más bien su espalda, yo llevaba una de sus bolsas, por mi parte no tenía nada mío excepto la ropa que llevaba puesta, seguía aturdido, hacía tiempo que no hacía nada más que sobrevivir a la miseria, y mi alma tiraba de mí por inercia a sabiendas que si el bicho me hablaba de la mujer de mi vida, a mi hada madrina su esfinge le decía al oído que se deshiciera de mí en cuanto pudiera.

Llegamos a una parada de taxis en la confluencia de dos calles anchas, de varios carriles. "Hola Susi" la saludó uno de los taxistas.

"No te hagas ilusiones, Susana no es mi verdadero nombre" me dijo sin ni siquiera volver la cabeza para mirarme.

"¿Y cuál es tu verdadero nombre?" pregunté.

Entonces sí se giro, me miró sin emoción, sopesando dejarme allí tirado mientras ella escapaba "Si sobrevivimos a esta noche te lo diré" dijo. Y sonrió.

Y al sonreír el bicho se calló, mi cuerpo se relajó. Y entonces supe por qué había tomado la decisión de salir tras ella. Lo supe sin que pudiera explicarlo con palabras. Sentí que incluso si nos encontraba fuese quien fuese el mastodonte al que había noqueado y me hacía picadillo, estaba haciendo lo que de verdad quería hacer.

domingo, 9 de diciembre de 2012

Los que no nos perdonan que no los perdonemos



Me vestí rápido y bajé la escalera corriendo, dejando atrás a la mujer con la que creía que viviría el resto de mi vida y con quien posiblemente lo hubiera hecho si Goldman Sachs no hubiera decidido mover los hilos de la tela de araña donde tiene atrapado al mundo y hubiera decidido que había llegado la hora de  comérselo.

Me detuve en el rellano desde donde aún podía verla de pie ante mi puerta, mirándome sin entender nada, creyendo que yo pudiera ser aún el mismo hombre que había sido. Me miró con un "no somos nada el uno sin el otro", con un "¿qué vamos a hacer cada uno por su lado?" y en ese preciso instante sentí una punzada en el estómago, porque probablemente fue la misma mirada que ella vio en mí cuando me cerró la puerta para abrírsela a otro hombre, con el que no podía tener nada que hubiéramos tenido entre los dos.

Me acordé de las noches en las que mi insomnio velaba su dormir, los pequeños detalles para cuando llegara a casa, la vez que corrí desde el otro lado del mundo sólo para cogerle la mano, recordé las miradas con las que no podíamos escondernos nada, el ardor de la sangre cuando los cuerpos pedían a gritos devorarnos el uno al otro por dentro, me acordé de todo lo que fuimos y en que ella pensó que lo mejor estaba en otro lugar, con otra persona, que lo mejor estaba en cambiar los muebles de sitio y de paso, a mí con ellos.

Me detuve un instante, lo suficiente como para saber que la mujer de mi vida me necesitaba más que yo a ella, lo suficiente como para saber que a partir de ese momento los dos seríamos dos mitades buscando algo que nada las completará. Y lo supe, porque yo llevaba sintiendo eso durante todos los meses que duró su indiferencia, su voz tediosa al otro lado del teléfono con prisa por colgar. Sólo se dio cuenta de lo que yo significaba cuando desparecí de su vida.

Y ahora me había encontrado, pero había encontrado a un fantasma. Un fantasma con la brújula rota, un loco con prioridades distintas a las suyas, a alguien con la superficie del corazón quemada, un animal herido que no se fía más que de otro animal herido. Cuando bajé el primer escalón de la escalera que va del rellano desde donde la veía hacia abajo, cuando puse el pie en él, tuve la certeza de que ella no perdonaría nunca lo que estaba haciendo, y en cierta modo supe también que yo tampoco me lo perdonaría, que si alguna vez hubiera podido volver a ser un hombre normal ahí se me acababa el camino.

Alcancé la calle justo cuando la noche empieza a tener ese inapreciable fulgor de cuando el sol es aún invisible y azul, cuando lo único amarillo son las luces de las farolas y su reflejo en los charcos del asfalto. No se la veía por ninguna parte, así que tuve que buscar el rastro de purpurina que dejan las musas y las hadas madrinas cuando van camino de alguna parte aguantándose las ganas de llorar.


Coincidencias y vídeo: Tommy Torres

Es el vídeo más tierno que he visto en mucho tiempo, el más "bonito".




Bon Iver - For emma



Esta noche he recorrido la calle donde ella trabaja, la calle donde el miedo es más poderoso que el deseo (y eso es mucho decir), he buscado a su esfinge y la he visto merodeando las luces de las farolas, la esfinge sin sombra que guarda a mi hada madrina, como un ángel de la guarda, como el mismo demonio de la guarda que protege a los que no tienen destino.

He caminado entre manos que surgían de la nada ofreciendo latas de cerveza y otras promesas. La he buscado a ella, su mirada fugaz, el brillo de su gabardina de charol negro haciendo señas como un barco a otro en la noche. Pero no la he encontrado. Mejor así, las calles estaban sucias, su voz hubiera sido distinta, como si antes de empezar nada ya se hubiera acabado debido a la costumbre a que todo salga mal, como si las cosas no valieran la pena ni tan sólo intentarlas.

 Pero yo lo intento, no sé de dónde saco las fuerzas pero lo intento, la espero en el portal de casa y por si ella pasa por delante y mira hacia mi ventana. Quiero estar ahí si ocurre, no quisiera perdérmelo por nada, para salir y decirle que la estaba esperando, para que los ratones se conviertan en corceles blancos, para que no tenga que oír lo que no que no quiero saber que oye, para no ser lo que otros desean que sea.

 Y llaman a la puerta, y salgo de la cama y abro la puerta sin poder evitar sonreír. Pero no es ella. Es el pasado que llama, que viene a buscarme y hacer de mí algo que no quiero volver a ser, y viene a traerme el recuerdo de la tristeza, la negación de todos mis sueños. "Te he estado buscando" dice la chica guapa, "no puedes seguir así, deberías dejarte echar una mano" dice. Recuerdo su forma de echarme una mano cuando vivíamos juntos, así que le digo que prefiero mil veces lo que tengo a lo que tenía antes. Y por una parte es cierto.

 Oigo los tacones de mi hada madrina subiendo las escaleras, y cómo se detiene en el rellano de abajo desde donde puede verla a ella y una parte de mí. No puedo verla pero sé que está ahí, no puedo ver sus ojos pero sé cómo miran. Y puedo escuchar cómo da media vuelta y baja las escaleras, tratando de no hacer demasiado ruido, tratando de no crear una molestia innecesaria. La oigo deshacerse tras la puerta del edificio, fundirse con la noche.

 Mi pasado sigue delante de mí, victoriosa, diciéndome con su mirada prepotente "no te creas que voy a dejarte ser mínimamente feliz, ni tan siquiera con una puta", lo dice sin palabras, su boca y su cuerpo se me abren como si fuera una puerta que indica la salida por donde puedo salvarme.

 Pero yo sólo pienso en vestirme y salir a la calle a buscarla, y en dormir junto a ella, para que al abrazarme se sienta un poco a salvo, para que al abrazarla yo sienta que sigo estando vivo, que la gente merece la pena, que hay un lugar en mi corazón para querer a otro ser humano.

 

sábado, 8 de diciembre de 2012

El palacio de hielo


Dormimos enroscados el uno en el otro, cambiando con cuidado de postura para no despertar al otro; su pelo huele a una mezcla sutil de champú y colonia de hombre. Dormimos agazapados, escondidos del resto del mundo, en una habitación helada, calentándose sus pies en los míos, abrazados el uno en el otro, con la vida al otro lado de una alambrada invisible, con el corazón latiendo rápido dentro de unos cuerpos lentos y torpes. Cansados. Cansados de ir de un sitio para otro, cansados de buscar algo que buscar.

Llegó por la mañana, aún no había amanecido, clareaba quizá, el frío se había vuelto escarcha dentro del piso y la humedad de las paredes se había vuelto hielo, llamó a la puerta y al dejar la manta se me entumecieron las articulaciones como a un viejo; abrí y no entró hasta que no le dije "pasa", me miró como miran los que piden permiso para todo. No supe qué decirle, sólo que pasara, pero pensé que necesitaba un abrazo. Uno de esos abrazos que no cuestan nada para el que los da y que son impagables para el que los recibe, digo mal, un abrazo no se recibe a menos que dejes los brazos caídos y ella me envolvió con los suyos, y entonces me di cuenta también que yo era algo más bajo que ella y que me había adelgazado mucho, me sorprendió la imagen que me devolvía el espejo de su cuerpo, había empezado a perder hasta los músculos, me sentí casi tan desvalido como ella. No sabría decir el porqué ni tan siquiera cuándo había perdido la noción de mí mismo, pero le abrí el abrigo y la abracé de nuevo debajo de él, y he de decir que el calor de su cuerpo me reconfortó lo suficiente como para ser yo mismo de nuevo, el mismo que era hasta hace sólo unos meses.

Trajo algo para desayunar, galletas y café con leche caliente en su termo. Había pasado por una cafetería donde sí la dejaban entrar y había pedido dos cafés con leche y los había metido en el termo. Comí con hambre y el café con leche me devolvió un calor vigorizante. Le pedí que se quedara a dormir conmigo, una osadía teniendo en cuenta que el piso era una nevera y que me habían cortado la luz, el gas y tal vez, para cuando amaneciera también el agua.

Se quitó el vestido y se metió rápido debajo de la cama, y al quitárselo fue como si le bajaran una cremallera desde la nuca, siguiendo la columna vertebral hacia abajo hasta las últimas vértebras y se le cayera como un vestido de novia, y sentí como si la piel de la mujer que conocía hasta entonces se quedaba pegada al interior de ese vestido invisible y apareciera ella de verdad, la mujer sin adjetivos, sin etiquetas, la muchacha sin maquillaje, la que iba a ser cuando dejó el instituto y algo truncó ese destino y le obligó a vestirse con una capa de sarcasmo contra un mundo forrado de cristales rotos, donde todo te puede cortar, donde es mejor ir con cuidado, donde las varitas de las hadas madrinas deben templarse como el acero y deben, sobre todo, dar miedo.

Dormimos abrazados, como dos niños agarrados a su peluche favorito para que le dé seguridad, me sentí como un osito y abracé su cuerpo desnudo. Nuestra respiración despedía un vaho blanquecino casi imperceptible. Tardé en dormirme, lo reconozco, y esperé a que se durmiera para darle un beso. Y pensé en lo mucho que sentía haber fallado a todo el mundo, como también lo acabaría haciendo con ella, pensé que no tenía ningún futuro, que había más posibilidades de que ella cuidara de mí que yo de ella.

Me dormí preguntándome qué podía hacer, cómo podía salir de ésta. Cómo podríamos salir de ésta.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Esta noche, tú y el viento

Esta noche pasada sopló el viento con violencia. Cuando el viento golpea las persianas con insistencia a la sensación de frío hay que añadirle la sensación de soledad frente al silencio que sólo rompre el repiquetear de la madera de la hoja contra el marco de la ventana. No sé muy bien el porqué, pero anoche me sentí más solo que nunca y pensé en la musa, en el hada madrina apostada en la calle; sentí soledad y un dolor ajeno: el de ella.

Me levanté a eso de las doce, me vestí, calenté un poco de café en el hornillo de camping en el que cocinaba desde que me habían cortado el gas, me había prometido racionar la bombona pero pensé que tampoco iba a poder comprar una nueva carga de butano, así que el poco calor que desprendía el café me alivió y en parte, el olor intenso del café compensó el derroche que estaba cometiendo.

Abrí el armario de encima de la cocina y cogí el termo que había utilizado cuando iba de acampada. Me extrañó que no lo hubiera empeñado como el resto de cosas, pero entonces recordé que sí lo había intentado pero nadie lo había querido. Le pasé un trapo por el interior ayudándome de una cuchara larga y lo llené de café caliente. Lo tapé, me puse el abrigo y lo metí debajo de él.

Salí a la calle, no conocía exactamente los lugares donde mi hada madrina hacía sus hechizos, pero imaginé que estaría en la misma calle en la que, a veces, la encontraba cuando no estaba por mi calle. Me crucé con otros personajes de cuento de los hermanos Grimm, con otras hadas menos amables, alguna me se me acercó para solicitar mi atención, pero seguí con prisas, no quería que el café se enfriara.

Mientras caminba calle abajo me acordé de una novela de Rosa Montero que leí hace muchos años, una novela de ex-prostitutas, ex-convictos, todos ellos ex-yonquis, y me vi como un personaje de aquella novela, como un camarada yonqui que va a llevarle su dosis a quien quiere cuidar, no sé si me explico, me ví y me sentí así, y me pregunté si dentro de muchos años, cuando la crisis sea algo propio de esta generación perdida por el paro, alguien escribirá una novela igualando la pobreza a la toxicomanía y si esto no será algo cíclico, como si una sociedad debiera despojar cada cierto tiempo a una generación entera de su dignidad, su presente y su futuro para salvaguardar el estatus de las generaciones precedentes, como si perder la juventud y el talento, la creatividad y la ilusión, fuera, en realidad, una vacuna contra la idea de que otros modelos al suyo provocan mayores cuotas de felicidad y prosperidad generalizada.

Llegué a la esquina donde empezaba la calle donde creía que la encontraría. Estaba abrazada a sí misma, tratando de protegerse del gélido viento. Me acerqué y juro que se le iluminó la cara cuando me vio llegar dando luz a toda la calle con su sonrisa. Le dije que le traía café y me dio las gracias. Entonces me dí cuenta de que no había traído taza y que sólo podíamos beber los dos de la tapa que cerraba el termo como único recipiento donde verter el humeante café.

No se nos pasó el frío de los pies, pero se nos calentaron las manos y la cara. Le dije que hacía mucho frío y ella asintió con la cabeza, y le dije también que ya me devolvería el termo por la mañana. Me dijo que no hacía falta, que ella ya había traído uno pero que me agradecía que hubiera pensado en ella, me abrazó cuerpo contra cuerpo, como si el calor humano también calentara algo más, algo invisible y que, en el fondo, llegaba mucho más adentro para paliar otro frío más intenso.

Empezaron a pasar algunos coches a poca velocidad y pensé que debía irme. Le dije que tenía que marcharme, y pensé que me gustaría pasar con ella aquella noche, abrazados en la cama y oyendo el sonido de los batientes de las persianas golpearse por acción del viento, calentarle los pies con los míos y, dejar que nada ni nadie le hicera nada.

Me dió un beso en la mejilla y me dedicó una de esas sonrisas con las que las hadas madrinas logran hacer milagros. Le devolví el beso y me metí el termo bajo el abrigo. Me di la vuelta y volví por donde había llegado. Al girar la esquina giré la cabeza para verla una vez más y decirle adiós con la mano, pero un coche se había detenido delante de ella y un hombre hablaba a través de la ventanilla del copiloto. Ella lo miró, me miró un instante a mí, y la calle volvió a quedarse a oscuras. Le dije adiós con la mano y ella levantó imperceptiblemente la suya.

Me hubiera gustado maldecir mi suerte y la suya, me hubiera gustado tener algo de rabia dentro de mí, romper con los dientes todas las ataduras y todo lo que se me pusiera por delante, pero no pude, no supe, hacía demasiado tiempo que había perdido la capacidad de que las cosas me indignasen, de que dentro de mí el bicho se rebelase y exigiese por la fuerza que respetaran su dignidad. Pensé que el gran poder, lo que nos acababa por someternos a las injusticias, era precisamente cosas como ésta, la aceptación de que las cosas son así y me pregunté dónde estaría el límite por debajo, dónde estaría el suelo desde donde no se podría caer más bajo.

Pasé por al lado de unos niños de unos diez años que buscaban alrededor de los contenedores de basura, con unas bolsas, uno de ellos me miró con ojos entre asustados y avergonzados, mientras el otro había consiguido hacerme invisible.

Ahí si me entró una gran tristeza, ni siqueira pude sacar algo de rabia, sólo tristeza. Subí a casa y dejé el termo encima de la mesa de la cocina y me fui a dormir vestido, pensando en qué podría hacer para salir de ésta, en si había una salida, en si alguna vez tendría una mínima posibilidad de recuperar mi vida antes de la catástrofe. Y de algún modo que no logro entender, supe que sí, que algún día podría hacerlo, podría conseguir lo más mínimo para poder ser de nuevo algo parecido a un hombre. E inmediatamente después me pregunté si me acordaría de mi hada madrina o si haría como hacen los que no van con ellos esas cosas. Y me ví mezquino, ví que en otras circunstancias yo tampoco me comprometería, en si ella no hubiera venido con comida la otra mañana, quizá yo no hubiera hecho café caliente. Reconozco que me sentí sucio y desagradecido, y me prometí que todo esto me cambiaría, no sabía de qué modo pero me cambiaría.

Me dormí pensando en mi familia, en la que se había perdido y en la que no me atrevía a presentarme delante de ellos. Y soñé, soñé algo inconexo pero lleno de mucha gente a la que un día quise.

Como si el tiempo fuese, en realidad, un paréntesis entre un sueño y otro, como si la vida fuese en realidad la pesadilla.

http://youtu.be/3_0d01XbXg0

domingo, 2 de diciembre de 2012

Mi pecho será tu almohada




La musa tiene dos corazones: uno para el día y otro para la noche. Porque las noches son frías y hay que abrigarlo para que no se hiele.

Ayer la musa se presentó por la mañana en mi casa. Llamó a la puerta con los nudillos "por si dormías, no quise llamar al timbre" dijo. Traía una bolsa con leche, galletas, arroz, y un bote de natillas en tetra brik con esos sellos de la comunidad europea con los que marcan los productos que se donan a las organizaciones o a las personas que necesitan ayuda. También traía una tableta de chocolate, y pan tostado, y un salchichón envuelto en papel de estraza, llegó como llegan los reyes magos, y me pregunté si habría visto la nevera vacía el otro día cuando estuvo en casa.

"Vamos a desayunar como marajás" dijo con una abierta sonrisa. Yo bajé la mirada avergonzado, pero inmediatamente le seguí el juego, sonreí mientras la dejaba pasar, no quería que mi vergüenza le diera a entender que había sido una mala idea visitarme así. Entró en la cocina, como si fuera su casa y abrió el paquete de pan tostado, y me preguntó que dónde tenía un cuchillo para cortar en rodajas el embutido.

Puse el mantel y los platos y ella se encargó del resto. Encendí una vela para que nos viéramos mejor, me hubiera gustado poner en marcha el calefactor pero hacía dos días que me habían cortado la luz. El piso estaba en silencio, porque la nevera, al quedarse muda dejó de tocar una banda sonora que, hasta que dejó de sonar, nunca había reparado en ella.

Trató de parecer alegre, y yo traté de seguirle la corriente. Ambos sabíamos que ella sabía que hacía días que no había comido nada, eso quería decir dos cosas: que era evidente que mi estado se notaba nada más verme, y lo segundo es que ella me observaba más de lo que yo creía. Me pregunté si me habría visto abrir el contenedor de basura. Sólo lo hice una vez, no pude volver a hacerlo, no sé el porqué, quizá porque pensé que era la última frontera, que había otras soluciones. Pero no las estaba encontrando.

Después de desayunar, después de hablar del frío, de lo caro que se ha puesto todo, de una de esas conversaciones en las que el tabú es precisamente lo personal, que ella es prostituta y yo no tengo donde caerme muerto, recogimos la mesa, nos sentamos en el sofá y nos cubrimos con una manta. Ella debía tener frío de verdad, así que fui a por otra manta, mucho más vieja, con la que me cubría los pies por las noches.

Nos sentamos cada uno en una punta del sofá, luego subí los pies porque del suelo emanaba un frío que se colaba por debajo de la manta y le pedí que hiciera lo mismo. Nuestros pies se tocaron. "Tienes los pies calientes" dijo casi con sorpresa. "Sí, siempre los he tenido calientes, excepto cuando están mojados" dije mientras intentaba tocármelos para averiguar qué temperatura exacta podrían tener en esta mañana tan fría.

"¿Te importa si caliento mis pies en los tuyos?" me preguntó. Y yo respondí que sí, y sonreí porque había escuchado esa frase tantas veces antes que me hubiera gustado haber empezado a contarlas desde la primera para llevar una cuenta exacta.

Fue tocarnos y empezar a hablar de quién era cada uno, como si el calor humano diera de una forma automática con la combinación que abre la caja fuerte donde guardamos quiénes somos. Primero hablé yo, le hablé de los errores del pasado, de la ingenuidad de haber querido ser alguien que no era, de que el destino nunca llega a tiempo, de que en el fondo, nadie quiere saber nada de alguien que se está hundiendo.

Luego ella habló de lo mismo, sin nombrar a qué se dedicaba, ni el por qué ni el cómo ni el cuándo. Me habló exactamente de lo mismo que yo. Y entonces supe que la única razón por la que yo no hacía lo mismo que ella, era porque no tenía la opción, que quizá me la hubiera planteado, que todos somos iguales bajo las mismas circunstancias, que a veces todo es cuestión de un golpe de mala suerte, que todo se reduce a, no sólo acertar algunas decisiones, sino a que no te venga encima algo con lo que no puedes porque es demasiado grande.

Durmió encima de mi pecho, los dos vestidos bajo la manta; durmió, probablemente, con cierto descanso, sintiendo lo más parecido a estar en un hogar. A veces sólo hace falta que te comprendan un poco para poder bajarse de la vida durante un rato, aunque sea para luego subirse otra vez más tarde, saber que no eres sólo tú el que fracasa, que no es culpa tuya todo lo que ocurre, que las cosas se tuercen un día y ruedan pendiente abajo cada vez más y más rápido.

Un día te das cuenta de que estás mucho más cerca de la pobreza de lo que creías que estarías nunca, y ese día no es distinto a cualquier otro de los anteriores, pero sí muy distinto a uno lejano, a uno en el que te recuerdas sin las preocupaciones que ahora tienes. Y si miras desde ese día hacia adelante puedes notar en qué momento pudo haber cambiado tu suerte y no lo hizo, lo puedes notar casi físicamente.

Y entonces ocurre algo contradictorio, sabes dónde estás y quién eres en realidad, y piensas que no hay salida posible, pero al mismo tiempo nace dentro de ti algo parecido a la esperanza, una especie de idea de que sólo puedes ir a mejor, de que en algún momento llegará otra oportunidad y esta vez sí la sabrás reconocer y saldrás adelante. Aunque las apuestas estén mil contra uno.

Y lo sabes porque esta vez no te sientes solo.