lunes, 17 de diciembre de 2012

Lo que no puede (o sí puede) tu voz


Cuando despertó ya era de noche. Yo me había dedicado a explorar la casa. No había nada extraño, era un refugio de montaña, sólo eso. En los cajones de la cocina sólo encontré los utensilios propios de una cocina y en los de la habitación que ella había definido como la de "donde dormiremos nosotros" apenas había sábanas limpias, aunque tenían cierto olor a naftalina, y mantas, muchas mantas. El invierno debía de ser duro en esta zona, o las tenían por si algún grupo numeroso pasaba por allí.

No me atreví a entrar en las otras habitaciones, no porque no tuviera curiosidad sino porque si ella se despertaba, no me encontrara hurgando sin su consentimiento. No creía que me dijera nada, pero prefería conservar cierto áurea de buen huésped, y también porque siempre me he sentido un intruso en cualquier casa ajena, un sentimiento de que el anfitrión tiene la propiedad y yo no tengo nada.

Al despertar se topó con la manta que le había puesto por encima para que no cogiera frío. A pesar de que la chimenea desprendía un calor más que aceptable, pensé que no estaría de más abrigar su cuerpo fatigado por el camino y las horas a la intemperie que había pasado la noche anterior. De paso, la manta me serviría para justificar mi incursión por cajones y armarios.

"Gracias por la manta" me dijo estirando uno de sus brazos y encogiendo el otro. "Y gracias por ayudarme ayer con aquella bestia. No te lo había dicho aún". Hasta ese momento pensaba que estaba enfadada conmigo y que golpeando a aquella mole que la tenía agarrada no había hecho más que ponerla en un aprieto mayor, así que aquella frase suya me dejó desconcertado. Y sólo entonces me atreví a preguntar quién era aquel tipo y qué pretendía de ella.

Se encogió de hombros. "Cosas. Hacía días que me iba siguiendo. Alguna vez me lo había encontrado en la puerta de mi casa, en la acera de enfrente. Pero ayer se dejó ver todo el tiempo, como si no tuviera miedo a que yo lo identificase y eso no me gustó nada" dijo con la voz aún entre la vigilia y el sueño.

"Y por eso viniste a mi casa" dije. Ella me miró sin decir una palabra, me dirigió una mirada neutra, sin emoción.

"La primera vez no, luego me sentía más segura contigo, me hiciste sentir bien, a salvo, no hacías preguntas, me acariciabas el pelo, me contabas cosas, me hacías reír, no te importaba que la noche anterior hubiera estado con otros hombres. Me hacías sentir como una niña, la leche caliente y las galletas al levantarme... el beso cuando me quedaba dormida" dijo con una voz que sonaba cálida y dura al mismo tiempo. "No quería meterte en esto, no era mi intención".

"Entonces el tipo ese sabe dónde vivo" asumí en voz alta.

"Hemos de suponer que sí. Será mejor que no regreses durante un tiempo" dijo mientras se levantaba del sofá con la manta encima de los hombros.

"Hemos de avisar a Elena. No me gustaría que le pasara algo sólo por ir a verme. No creo que vuelva, pero no me perdonaría que le pasara nada".

"Tendremos que bajar al pueblo, ya es de noche. Buscaré una linterna y llamaremos desde el bar. Espero que las pilas estén bien, de noche no se ve ni torta".

Salimos de la cabaña y recorrimos el camino entre los árboles, yo la seguía pegado a ella. El camino de noche era un laberito de árboles y arbustos. Llegamos al camino asfaltado y bajamos hacia el pueblo. Las pocas farolas encendidas nos aguardaban pálidas como viejas luciérnagas que agonizan a la par que el verano. Hacía frío, pero un frío fácil de llevar. Entramos en el bar del pueblo, donde apenas estaba una mujer de unos cincuenta años y un par de ancianos que se callaron en cuanto entramos y que no nos quitaban los ojos de encima.

Llamé a Elena, a pesar del tiempo aún guardaba su número en algún lugar recóndito de mi memoria. Lo había borrado de todas partes, pero no había conseguido quitármelo del todo. Supongo que el tiempo lo hubiera acabado por desterrarlo para siempre y, simplemente, un buen día iría a recordarlo y no podría. Pero no era así. No todavía. Así que la llamé y a los dos tonos oí su voz al otro lado respondiendo con un "diga" sorprendido, imagino que al ver un número extraño en la pantalla del teléfono.

"Soy yo" dije.

Ella permaneció en silencio.

"No cuelgues, por favor. Lo que tengo que decirte es importante. Si no quieres decirme nada, lo entenderé, pero es importante que escuches lo que tengo que decirte".

Siguió en silencio, pero no colgó.

"Estoy metido en un lío y he tenido que irme de la ciudad. Pase lo que pase no vayas a mi piso. Lo están vigilando y si te ven por allí puede que corras peligro". No sé si esperaba una respuesta o que alargué demasiado la pausa, en cierta forma esperaba una señal por parte de ella y al mismo tiempo temía que no fuera como yo quería que fuese. "Siento todo esto, de veras, pero ya sabes como soy: un desastre. Pero esta vez hazme caso. Esta vez es algo muy serio. Prométeme que no irás".

Ella asíntió con la cabeza. Lo sabía porque era un gesto que ella hacía de forma inconsciente cuando hablaba por teléfono. Lo supe sin tener la evidencia como se saben esas pequeñas cosas a las que la convivencia te acostumbra.

"Tengo que colgar" le dije. Me hubiese gustado hablar con ella de otras cosas, preguntarle qué tal le iba todo, que cómo le iba, hablar con la mujer con la que necesitaba hablar todos los días, con la que necesitaba estar en contacto a todas horas, pero tenía miedo de que me contara cosas que yo no pudiera soportar, esas pequeñas porciones de lo cotidiano de las que uno ha sido expulsado tras un juicio injusto y que no se atreve a mirar atrás, porque la vida sigue pero sin uno, y de las que sólo le queda un vago recuerdo que es mejor no evocar. "No llames a este teléfono" le dije "es un teléfono público y yo sólo estoy de paso. Si quieres que te vuelva a llamar, así lo haré, pero si no vas al piso no hay peligro".

"Está bien. Llámame si quieres. Te prometo que no iré a tu piso. ¿Estás bien?" preguntó.

"Estoy bien, a salvo" dije

"Cuídate mucho" dijo.

"Lo haré. Adiós" me despedí y colgué con una enorme tristeza. Una melancolía que no me sacaba de encima nunca y que se había multiplicado a medida que reconstruía un lazo antiguo que me había destruido al romperse.


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