martes, 24 de noviembre de 2020

La historia de cómo te encontré después de más de cien vidas buscándote.




Algunas noches me despierto porque me llama una información desde alguna parte del universo. Hace unos meses fue Spinoza, anoche fue Tesla. 

Todo conforma una idea que hace tiempo que vengo desarrollando, no sé si alguien más en este planeta lo habrá pensado antes y si es así, si habrá puesto el empeño en llegar a ello. Lo cierto es que lentamente va cuajando en forma de texto y cada vez con más frecuencia tengo la sensación de que ese texto era mi misión para esta vida, que a través de esto todo lo que he hecho hasta ahora cobra sentido: este amor infiel por la literatura de aventuras; Stevenson, Verne, García Márquez (sí, el realismo mágico es otra forma de viajar a mundos improbables), los ingratos años de ingeniería, la escuela de narrativa que hay al lado del cementerio de los libros olvidados, los años de investigar con biosensores, las largas noches de inventos portátiles, mi vida (y la usencia de ésta) social, la extraña (que se convirtió en natural) costumbre de escribirte casi todos los días, dar más importancia a lo simbólico que a lo real, los viajes a los confines del mundo y a las personas que conocí en ellos...

Me pregunto qué más tiene que pasar y si llegaré a tiempo de transmitir esto de lo que, probablemente, no tengo nada mío.

Ahora lo sé.

Somos algo que transmite señales a través nuestro.

Electrolitos de una inteligencia superior que nos envuelve como el agua a los peces.

Meros ladrillos de una construcción infinita.

Habitantes de algo llamado Tierra compuesto prácticamente en su totalidad por Agua.

Balbuceando los primeros sonidos articulados de un lenguaje cósmico, cuántico, infinito... con tantas combinaciones como estrellas hay en todas las galaxias de todos los universos.

Esta noche ha sido otra noche de despertar. Habrá otras. Ahora ya sé para qué estaba preparándome, aunque ya lo intuía, desde hoy lo sé.

Gracias por acompañarme en este camino.


 

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Demasiado tiempo



Creo que todos estos años no he tenido un post abierto sin escribir una sola línea. Debo de llevar un día y medio sin atreverme ni a cerrar el ordenador.

No creo que pueda salir nada que tenga que ver con lo que pienso o siento. Estoy, literalmente, seco. Si me hubieran preguntado cuando era niño cómo me gustaría que fuese mi vida a la puerta de los cincuenta, primero no me imaginaría lo que significan los cincuenta en la vida. Creo que, en realidad, un niño no es capaz de imaginar algo así, pero si hiciéramos esa suposición, creo que habría una mezcla de "esta bien así" y un "pero se puede saber qué has hecho con nuestra vida". Al menos hoy, miércoles dieciocho de noviembre del año la pandemia, creo que pensaría que qué bien ser ingeniero, inventor y medio científico, pero qué raro es estar solo y qué mierda tener todo eso de la responsabilidad.

Me imagino que repasaríamos las oportunidades perdidas y las oportunidades bien desaprovechadas. Supongo que nos sentaríamos encima de un muro, con los pies colgado y comeríamos pipas y golosinas, y hablaríamos como dos adultos-niños, porque yo aún sigo sin comprender el mundo de los mayores a pesar de que me camuflo muy bien y no se nota.

Tal vez tomáramos alguna decisión para de aquí en adelante, para cuando acabe la pandemia o para cuando todo se acabe convirtiendo en algo normal. 


 

lunes, 16 de noviembre de 2020

El plan establecido

 


Sabíamos que el tiempo iba a abrir heridas al tiempo que cerraba otras. Es lo que tiene vivir y querer hacer cosas: que sales herido a poco que lo intentes; que hieres a otros, que disparas y te disparan, y que siempre es mejor disparar antes de que lo haga el otro.

Porque si perdonas tu oportunidad, el otro puede que no deje pasar la suya. Y casi nunca ocurre eso.

Puede que el amor no sea eso, pero las relaciones humanas sí.

Nadie va pensar desde donde tú estás.

Ni desde tus motivaciones.

Todos van a querer lo tuyo y salvaguardar lo que consideran suyo.

Que no le importas a nadie más de lo que se importa a sí mismo.

Que somos animales de morder y arañar, o salir corriendo

Y que quedarse es admitir que puede que no haya un mañana.

Ni un tiempo en el que retroceder y cambiar esa decisión.

Y el azar. Que lo desmonta todo cuando más falta te hace que las cosas sigan el plan establecido.





domingo, 8 de noviembre de 2020

The Rider




No sé cuántas veces he escrito este post y lo he acabado borrando. Así que esta vez lo voy a dejar tal y como salga. Hace tiempo que me voy dando cuenta de que ya no soy ni la mitad de lo que era (o de lo que creía ser). Si las células del cerpo humano se regeneran todas en siete años más o menos, probablemente sea verdad y tú y yo somos dos seres distintos, con átomos dispersos por todo el universo, me pregunto cuántos, y sin nada que ver con las personas que se encontraron. 

Puede que para las células que ya no viven en nosotros, nuestra vida es algo así como una eternidad incomprensible, algo que existía antes y que seguirá existiendo después a ellas; una inteligencia superior que las ignoraba al mismo tiempo que no podía vivir sin una sola de ellas.

A veces pienso que la humanidad es lo mismo, aunque más que pensarlo, lo "siento". Si cierro los ojos puedo sentirme parte de ese todo al mismo tiempo que me siento infinitamente solo, sólo apenas consciente de que tarde o temprano desapareceré para dejar paso a otra célula con la que esa comunidad humana seguirá adelante sin mí.

Ya sé que no es nada original. Creo que madurar es saber que ya nunca serás original del todo; que al final todas las historias se parecen, que todos los textos escritos desde la primera pintura rupestre de la historia hablan, en realidad, de lo mismo, de traspasar algo que no comprendemos, como una célula transmite su información genética a la siguiente, pero que nos es imposible no hacerlo visible al resto y que, al comunicarlo nos volvemos un poco más conscientes de quién somos, de que no fue tan en vano haber vivido. Si destilaramos la esencia de todo lenguaje (desde las miradas al de las supercomputadoras, de las manos del alfarero a la inteligencia artificial) todo sería lo mismo: un océano hecho del mismo agua, inabarcable, con sus corrientes y temperaturas, con sus profunidades, con sus hielos, o como fondo en las fotos de tus pies con las que inugurabas el vereno.

Estos días me cuesta controlar lo que pienso. Me gustaría poder podar todos los automatismos aprendidos de generación en generación de células que nacieron y murieron en mi. Me gustaría creer que si aún escribo es porque aún cabe la esperanza de que un puñado de ellas tome el mando y cree un hombre completamente nuevo capaz de iniciar todo de nuevo, sin los prejuicios y miedos con los que mi yo ha ido anquilosando mi ser a esta realidad a la que, en lugar de servirme, rindo pleitesía cada día que al levantarme pongo los pies en el suelo.

Puede que, al final, este acto de escribir y decidir que no tocaré nada de lo escrito, no sea otra cosa más que seguir transmitiendo como esas balizas que señalan el punto exacto donde se ha producido un naufragio, pero también puede que sea una declaración de intenciones de ese grupúsculo de células que han decidido tomar el mando en pos de algo infinitamente nuevo. 

Porque todos los días son el primero del resto de nuestras vidas. Aunque nos quedaran diez días, o solo dos, o mil, merecen ser vividos como si algo dentro de nosotros se sublevara y se atreviese a vivirlos  como nos merecemos.

Sin excepción.

Como si no hubiera una segunda oportunidad.

Como si no pudieras reescribir una sola línea del texto que dejas ir.

Sin arrepentirte de no haberte arrepentido otra vez.

Sabiendo que es otro día más.