sábado, 30 de mayo de 2009

Una casa baja a pocos metros del mar


A veces me pregunto qué hubiese ocurrido si no hubiese cogido el teléfono, si hubiese dejado que, como algunas veces hago, sonase hasta agotar el tiempo y llamar más tarde o si, simplemente, no hubiese escuchado la llamada. Eran casi las once de la noche. Hubiese podido hacerlo y tal vez hoy seguiría siendo el mismo que soy ahora y su vago recuerdo sería una pesada piedra que, de vez en cuando, se me caería encima sin aplastarme del todo al leer una de esas noticas con las que, muy de tarde en tarde, los periódicos nos aleccionan acerca de lo inútil de la muerte. Probablemente no hay nada tan revelador como ver la estupidez del suicidio de un extraño desde la distancia. Pero cogí el teléfono; en realidad me alegró que en la pantalla del teléfono móvil apareciese su nombre y que aquella palabra que la definía por encima del resto, me indicara que ella, en ese preciso momento, estaba pensando en mí con tal fuerza que se veía en la necesidad de llamarme. Descolgué y todo fue rápido. Colgué, llamé a una ambulancia, bajé al garaje, cogí el coche, salí en dirección a su casa y pasé toda la noche con ella en urgencias.
En seguida supe que no tenía nada que ver conmigo y que, en realidad, la decisión de abandonar el mundo era una decisión a medias, que nunca quiso algo distinto a llamar la atención. Que eligiera un método con antídoto, que me llamara a mí para que pudiera desencadenar el rescate, fue una mezcla de lucidez de última hora y de grito de socorro del que se está ahogando y, enfrentarme a aquella certeza, me produjo un desencanto que atenuaba la alegría de que hubiese podido salvar su vida. Al fin y al cabo, el mensaje que quería hacernos llegar era el que no podía soportar aquello que la rodeaba y entre todo y todos yo era un motivo más, una razón que pesaba poco o mucho en la balanza que se decantó finalmente por la muerte. Así que, en lugar de sentirme aliviado, empecé a sentirme culpable y comprendí que no había podido aportarle un motivo por el cual seguir viviendo sino uno más para dejar de hacerlo. Aquello me llenó de zozobra y, poco a poco, fue configurando una imagen más oscura y mezquina de la que tenía hasta entonces del hombre que yo era. Me sentí más egoísta, y aunque fuera ella la que me dejara unos días antes, sabía que entre todo lo que nos dijimos y lo que había sucedido aquellos meses flotaba un reproche implícito a aquella imposibilidad de hacerla feliz aunque no de hacerla infeliz. Después de varios intentos y coacciones por parte de ella de no poner los hechos en conocimiento de su familia conseguí localizar a uno de sus hermanos y me fui a dormir. Dormí bien, quizá porque al liberarme de la tensión mi cuerpo debió de tomar las riendas y decidió que ya pensaría más adelante. Tal vez mi mente consideró que lo sucedido ponía en duda todos los plantamientos que me ataban a la cordura, que dotaban de sentido la existencia que había llevado hasta entonces. Después seguimos viéndonos, paseamos por la playa y pusimos las cosas en orden. ¿La seguía queriendo? Me temblaban las piernas cuando estaba junto a ella, me moría de ganas de abrazarla, quería que volviésemos a seguir lo que habíamos empezado y ella había cortado de raíz. Sin embargo sabía que aquello era imposible, que dentro de ella había una sima insondable que, aunque yo estuviese dispuesto a explorarla, era un territorio sólo y exclusivo de ella y que en aquella tarea de sobrevivir a semejante abismo yo ya había sido relevado como miembro de la expedición. ¿Buscaría a otro? Tal vez.
El tiempo nos fue separando. El silencio se instaló entre nosotros dos como lo hacen las telarañas en una casa abandonada, lentamente y fuera de la vista del ojo humano. Tres meses después conocí a Esther y aquel encuentro me salvó de entrar en una espiral de la que, probablemente me hubiese costado salir si hubiese permanecido mucho más tiempo solo. Esther me quiso y yo sentí aquél cariño con un agradecimiento infinito y de no ser por el miedo que ambos teníamos de repetir errores del pasado, hoy seguiríamos juntos. El tiempo no es el gran enemigo, el gran enemigo es la esperanza.

Cuando se suicidó Hemingway, García Márquez escribió que "había muerto de muerte natural" y, en cierta forma para algunas personas puede que sea así. Creo que eso sólo ocurre cuando has conseguido todo aquello que quisiste y te das cuenta que eres una mala influencia para los demás.

Cuando a Víctor Frankl le venía alguien a la consulta con depresión éste le preguntaba ¿y por qué no se suicida? el paciente siempre daba un motivo: mis hijos, mi esposa, tengo algo que acabar... Siempre hay un motivo por el que seguir viviendo. Yo tengo claro por qué sigo viviendo. ¿Y tú?

4 comentarios:

Genética Inexacta dijo...

Tambien... lodo lo que ofrece la vida en sí ya es motivo para seguir viviendo.
( Es que si me preguntas no puedo evitar contestar)

Besos del este

Espera a la primavera, B... dijo...

Es que preguntaba para que me contestaras.

Nebroa dijo...

Yo no lo sé muy bien...

Anónimo dijo...

Por inercia, me temo.