lunes, 11 de mayo de 2009

Cometas en el cielo


Cuando miro hacia atrás, hacia mi infancia, a veces tengo la sensación de que no he cambiado nada en absoluto, que ya de pequeño era consciente de esa fractura que existe entre el mundo que me rodea y yo. No sabría ponerle palabras. Supongo que era un niño adulto o, en su defecto, un niño que se tomaba demasiado en serio el mundo. ¿Os habéis fijado en lo en serio que se toman los niños cualquier juego? Es su trabajo, cuando un juego no les interesa, les aburre, pasan a otro, sin más, pero mientras juegan se lo toman como si estuviesen apostando algo vital. Ahora, cuando hago, de vez en cuando, una regresión a mi primera infancia y trato de reproducir el entorno del niño que fui, siempre me topo de bruces con mi padre. Nunca hice nada bien a los ojos de mi padre. Si lloraba lo hacía para molestarle, si me ponía enfermo era para centrar la atención de la casa en mí. Siempre tuve la sensación de que mi padre me pedía que me hiciera hombre muy deprisa. Me costó mucho entender que él era el pequeño de seis hermanos y que el niño que fue siempre quiso crecer deprisa como si así pudiera alcanzar a sus hermanos, como si de esa forma pudiera igualarse a ellos. Supongo que él también era consciente de esa grieta que le separaba del mundo de sus hermanos mayores que hacía cosas que a él no le estaban permitidas aún. "Creced deprisa" le diría a sus huesos aquel niño. Empezó a trabajar de muy niño, siempre me lo cuenta con cierto orgullo, el orgullo del que nació pobre y empezó a ser útil a la economía familiar muy temprano. Por esa regla de tres yo ya era un inútil a los ocho años. De nada sirvieron sus esfuerzos por llevarme a trabajar con él a los once años ni que me ensañara su oficio. ¿Qué hice mientras tanto? ¿Qué hacía el niño y el adolescente que fui? No lo sé. Tal vez adopté una forma híbrida de niño-hombre y es por eso que no he cambiado casi nada todos estos años. Soy el mismo, no he madurado, esa forma de adaptación a cualquier situación ha hecho que pudiera disimular ser algo que no soy. Constantemente me siento como un impostor, como si le hiciera creer a todos que soy algo que, en realidad no soy.
Imagino que uno madura cuando deja de buscar a toda costa la aprobación de su padre. Yo hace tiempo que supe que la distancia que media entre nosotros dos no tiene un puente que salve tal abismo. Yo no puedo comprenderle a él y él no puede comprenderme a mí porque el tiene una idea muy clara de cómo debería ser yo y yo tengo muy claro que no soy como debería ser. Así que, durante muchos años, me abandoné a una apatía que rayaba la molicie. Sabía que lo único que podía darle a mi padre era la razón y darle la razón era sentirme como él había pensado que yo era ya a los ocho años.
Alguien podrá pensar que estoy echándole las culpas a mi padre pero nada más lejos. Hace tiempo que sé que la guerra estaba perdida y también sé que cuando una guerra termina ninguno de los combatientes recuerdan por qué empezó todo y es más, si se dieran otra vez las mismas circunstancias que la provocó, a tenor de lo visto duranto los años de contienda, aquellos incidentes serían considerados una nimiedad, una falta leve, algo que se arregla con un apretón de manos o un abrazo. Hoy el enemigo no está fuera de mí; está dentro. Hoy paso el tiempo tratando de desmadejar la lana que se ha ido enredando durante todos estos años. Hoy trato de rescatar al hombre que vive dentro del niño que soy y al niño que vive acurrucado en una celda cerrada y a oscuras dentro de mi alma.
No hay un sólo día que no me emocione hasta las lágrimas ni pasa un día en el que piense que vivo encerrado en una jaula que yo mismo me he ido construyendo. No siento más anhelo que liberarme de una vez por todas y que todos: mi padre, el niño que fui y el hombre que soy podamos hablar un día sin miedo, explicar lo que sentimos y por encima de todo, dar rienda suelta al amor y al afecto que evitamos mostrarnos. No hay nada que dé más seguridad que el amor. No hay nada que cauterice mejor las heridas que un abrazo.

No hay comentarios: