domingo, 17 de mayo de 2009

Nadie es quien dice ser


Sé que no es buena. Lo sé desde el mismo instante en el que cruzo la primera palabra con ella. Conozco esa forma de mirar y esa cadencia al hablar. Como sé que no es buena no tendré remordimientos más adelante. Lo que peor llevo son los malditos remordimientos. Charlamos un rato. Quiere algo de mí que aún no sé descifrar y yo me dejo llevar, divertido. Ella sabe que yo sé que ella no es una buena chica a pesar de aparentar serlo. Sonríe segura de sí misma. Contesta con un quizá a algunas preguntas que le hago y con un tendrás que averiguarlo cuando intento ir un poco más allá. Bebemos una copa tras otra. Los dos aguantamos más de lo que intentamos hacer creer. Disimulamos estar embriagados en el alcohol y en la mirada y la sonrisa del otro. Salimos del bar y yo la arrincono en un portal oscuro, ella saca un pistola no sé muy bien de dónde. Ahora sé qué quería de mí, probablemente la envía Garr. Es una lástima que la hayas sacado tan pronto. Podríamos haberlo pasado muy bien tú y yo, le digo sacando un cigarrillo y encendiéndolo. Un instante de duda. No dispara. No me importa si dispara, me lo merezco por lo que le voy a hacer si no aprieta el gatillo.
Averiguo qué sabe, quién le envía, para cuando me lo dice ya no sabe con certeza quién es ella ni qué está haciendo atada en un silla ni por qué le duele todo el cuerpo. Lo peor será lo de la cara, le digo. Rompe a llorar y me suplica que la deje ir. No sabe que si lo hago lo que le harán ellos será infinitamente más doloroso, que si ellos la encuentran con vida desaparecerá como el humo, pasará de un estado sólido a otro gaseoso siempre consciente. Y será largo, muy largo. Lo siento, le digo. No sufre.
El aire de la calle es fresco cuando salgo del motel. El barrio chino es un hervidero de putas y desgraciados por lo que paso desapercibido. Las chicas se cuelgan de mi brazo y me llaman hombretón. Hasta que me ven la cara y la fuerza con la que me sujetan desaparece. Si la cara es el espejo del alma, ellas leen una advertencia clara. Camino por las calles ni muy deprisa ni muy despacio para no levantar sospechas. Mientras cruzo la plaza del ayuntamiento me pregunto si María habrá entendido que estando a mi lado corría un gran peligro. Si dejarla fue, en realidad, el mejor regalo que podía haberle hecho. Tras la chica de hoy vendrán otros que tratarán de acabar conmigo. No se olvidarán de mi y tarde o temprano alguno cobrará lo prometido. Sabía cuando empecé a aceptar los encargos que, en cuanto decidiera dejarlo, yo sería un inconveniente. Ignoro si Garr sabe que el pobre imbécil que mataba a inocentes elegitos al azar por él es el mismo que le ha arrebatado la confianza de todos los peces gordos del país. Y si lo sabe, qué pensará de mí.
Me pregunto si intuirá que María sigue viva y la buscará o si, por el contrario, creerá que se la llevó la marea, y si la echará de menos, si habrá derramado una lágrima, si habrá sentido algo. A María no se la puede no querer. Incluso para un psicópata como Garr era imposible no sentir algo parecido a la ternura en presencia de María.
Doblo la calle y voy a parar a una calle por la que pasan algunos taxis. Paro uno y me subo. Doy una dirección al azar y observo que el conductor me mira nervioso a través del espejo retrovisor. Meto la mano en el bolsillo donde aún llevo la pistola de la chica que he dejado en el motel. Debo empezar a pensar en salir cuanto antes de la ciudad.

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