viernes, 8 de octubre de 2010

Todo lo que el amor no es


Suena el teléfono, hace días que el número desde el que me llama no manchaba la pantalla de mi móvil. Durante un instante estoy a punto de descolgarle, de engancharme de nuevo a sus medias verdades, a su forma de hacerme creer que, en realidad, ella me quería y que fui yo quien lo jodió todo. Pero no lo hago, no descuelgo el teléfono ninguna de las seis veces que llama desde su trabajo ni las otras cuatro que lo hace desde un número desconocido.

Anoche N. me dijo que estaba más guapo. Pero es una lástima que tus ojos sigan apagados, me dijo después. Así es ella, a veces te dice algo bueno pero enseguida tiene que matizarlo con algo malo, como si un cumplido no pudiera serlo del todo, como si a quien se tiene delante no se le tuviera que dar más de lo estrictamente necesario. Cenamos juntos, D. tenía una cena con amigos y ella se quedaba en casa. Nos vimos para comer, quedamos en que llamaría a E. e iríamos a cenar juntos a su casa. Como E. no podía venir pensé que mejor cenar fuera.

En un momento de la cena hablamos de I., de su intento de suicidio, de que me llamara a mí para que yo la salvara, de que fue una suerte de que, en el último instante, antes de cerrar los ojos me llamara y yo cogiese el teléfon a pesar de la hora. Yo no pude pensar en ese día. Siempre que pienso en I. la recuerdo desnuda, en la cama, recuerdo sus pechos perfectos, su cuerpo siempre ardiendo como una hoguera. Cuando me acuerdo de I. me digo a mí mismo que tenía haberme dado cuenta de que aquella medicación no le sentaba bien, que cada día estaba más triste y yo... yo sólo quería que estuviera bien y supongo que no debí pasarle la mano por debajo de la camiseta aquella primera vez, cuando ella me dijo que yo le gustaba. Yo ya me había dado cuenta pero pensé que era una irlandesa demasiado atractiva para mí, no me podía creer que entre todos sus pretendientes fuese yo de quien quería que le desabrochara el sujetador al tiempo que nos mordíamos los labios el uno al otro envueltos en una desesperación dulce, una donde las manos hablan por sí solas, donde se cierran los ojos para poder ver mejor.

Ha pasado el tiempo, no sé por qué ayer N. y yo hablamos de I. Creo que fue porque I. era amiga de N. y de E. y dejaron de serlo. Supongo que N. pensó que yo tendría una explicación pero yo no tenía una coherente, a decir verdad, no quería tenerla, sólo me acordé de su piel siempre al borde de un acceso de fiebre y sus pechos perfectos, de la pasión con la que nos partíamos el alma dentro de su cama, de aquellas ganas de verme que decía sentir cuando me llamaba por teléfono.

No llegamos a querernos, o eso creo, quizá, como mucho, pensamos en que éramos dos animales parecidos, que nos entendíamos bien, pero ambos tuvimos claro que aquello nuestro acababa cuando se acababa decimoquinto asalto y nuestros sexos reclamaban calma.

Recuerdo que después nos vimos varias veces y estuvimos a punto de volver a las andadas, entonces yo ya conocía a la princesa de la luna y todo quedó en un amago. La princesa de la luna nunca entendió que yo quisiera estar con ella antes que con I. o al menos eso me dijo. Hay cosas que no se pueden entender si no se está dentro de la otra persona. Yo siempre tuve claro que lo difícil es coincidir con alguien con quien realmente te entiendas. Eso es el tesoro. Cuando conoces a alguien y todo fluye, cuando sientes que puedes confiar en el otro, cuando tienes la sensación de que no te van a hacer daño.

Dice N. que yo sólo veo el lado bueno de las personas y que cuando me doy cuenta de que todos tenemos nuestra sombra, me decepciono. Que yo siempre sé qué es lo que pasa pero me empeño en seguir viendo sólo lo bueno hasta que es demasiado tarde. Le pregunto a N. cuál es su sombra. Y ella me sonríe y me dice que su mala leche.

Yo le digo que eso ya se lo conozco.

Y ella me vuelve a sonreír, esta vez en silencio, y me mira fijo a los ojos y se acaba la manzanilla.

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