miércoles, 29 de abril de 2009

Prométeme


No sabría por dónde empezar. Creo que empezar por el final sería lo más adecuado pero empezar por lo más adecuado, en este caso, no es lo más conveniente. Así que empezaré por un punto indeterminado, empezaré diciendo que estaba sentado en una cafetería. ¿La estaba esperando a ella? Quizá. No lo recuerdo. Sólo sé que entonces no la conocía y que ella entrara por la puerta, mirara alrededor como si estuviera buscando a alguien y al verme sonriera y viniera a sentarse frente a mí, fue una casualidad, una tela de araña tejida entre ella y el azar. "Te conozco" me dijo. Sonreí. Sus ojos de gata brillaban como dos luciérnagas y supe, por primera vez en mi vida, que acababa de encontrar un sentido a aquella tristeza que me acompañaba desde niño. "No sé quién eres" dije apagando un cigarrillo en el cenicero. "No sé quien eres y ya te estoy echando de menos" pensé. "Te estaba buscando. Sabía que estarías en algún bar de por aquí. Hace días que tenía que decirte algo, por cierto ¿cómo te llamas?" No supe qué contestarle. Toni sonaba infantil, por otra parte Antonio siempre me pareció excesivamente serio. Ese instante de duda lo interpretó ella como que no quería decirle el nombre y eso, esa pequeña intriga, hizo que mordiera un anzuelo invisible. "Tú primero" le dije mirándola fijamente "tú has venido a sentarte a mi mesa, por tanto, deberías presentarte tú primero" luego me recliné en la silla sin dejar de clavarme a su alma. Se sentía bien en el juego, lo notaba. Sus ojos sonreían con la boca. Siempre me gustaron las mujeres que viven de las distancias cortas, que se sienten seguras en la extraña soledad de dos personas ajenas a todo lo que les rodea. Me dijo su nombre como se marca al ganado, con la certeza de que el otro lo va a llevar siempre una cicatriz. "El otro día me mirabas en el Pisco. Pensé que tarde o temprano me ibas a decir algo. Pero cuando me quise dar cuenta te habías ido. ¿Timidez o indiferencia?" preguntó al tiempo que se quitaba la chaqueta y dejaba al descubierto sus hombros. "Estupidez" quise decir. "Creí que estabas con alguien" le dije. "Yo nunca estoy sola". La camarera vino hasta la mesa "¿Quieres algo?" le preguntó. Pidió una cerveza. "Antes de nada quiero dejarte clara una cosa. Sólo te voy a pedir una cosa. Si no la cumples, adiós. Se acabará de inmediato ¿lo has entendido?" dijo seria por primera vez. "Está bien" me resigné. "Prométeme que nunca te enamorarás de mí" sus ojos dejaron de brillar en ese instante, lo que significaba que no estaba jugando. Ya era demasiado tarde. Me conozco. Había empezado a quererla mucho antes, probablemente antes de que la conociera, antes de que la viera en el bar la noche anterior y antes de esa noche otras muchas noches. Contrariamente a lo que cabía esperar, aquella frase, en lugar de entristecerme, hizo que estallase un deseo inabarcable de hacerla mía. "Esta bien. Si tú también me prometes lo mismo" le dije con sorna. Sabía que ella, a diferencia de mí, podría respetar aquel pacto sin dificultad. Después ninguno de los dos lo cumplió, pero eso fue al final. Ella nunca me perdonó que yo disimulara no haberme enamorado y no se perdonó a sí misma haber puesto aquella condición absurda. No nos acabamos las bebida y subimos a mi casa. Allí nos arrancamos la ropa con la boca moriéndonos la piel como dos animales salvajes. Aquella noche llovió a cántaros, se desató una tormenta que iluminó el cielo durante horas. Dormimos abrazados. Hablamos, comimos, follamos, volvimos a hablar y volvimos a follar y volvimos a dormir enredados el uno en el otro.
Por la mañana, al irse, me miró a los ojos como cuando un adulto trata de averiguar si un niño le miente en la respuesta. "No te enamorarás de mí ¿verdad?" No contesté inmediatamente. Le sonreí seguro de mí mismo. "Llegarás tarde" le dije. Me dio un beso y salió por la puerta. La vi irse aquel primer día de la misma forma que le vería irse varios años después. Para entonces ya habíamos jugado demasiado tiempo a no dejarnos atrapar el uno por el otro, cuando lo más fácil hubiera sido quedar atrapados desde el primer instante. Y aprendí a añorarla al mismo tiempo que aprendía a quererla. Quizá sea por eso que lo confundo todo, quizá sea por eso que añorarla es lo mismo que quererla. En cualquier caso, aquí sigo. Las cosas empeoraron desde que se fue, pero eso es otra historia. Sólo me queda la certeza de que sólo hay algo peor que la soledad: acostumbrarse a ella.

1 comentario:

Mutnodjme dijo...

Un relato inquietante y un blog inquietante. ¿Tanto tiempo muriendo por ella? Yo también muero por gente que desconozco. Lo hice por alguien conocido y mi razón me pide a gritos que deje de ser tan niña y cumpla con objetivos terrenales. Por eso me odio a mí misma. Nunca debería echarse de menos, ni siquiera al ser perfecto que deseas encontrar... Esa clase de expectativas implican que estás perdido. Un saludo. Sigo leyéndote.