jueves, 28 de febrero de 2008

La mafia blanca


Era ella, se había teñido el pelo del color del trigo pero era inconfundible, al menos para mí, y conducía un Blobster de color burdeos (deberían condenar al tipo que decidió ponerle ese color a ese coche a un curso de cien horas en estética y buen gusto y después darle una pistola). No me vió o sí lo hizo pero pensó que si mostraba algún gesto de sorpresa que yo pudiera ver tendría que parar y decirme que me fuera. Sí, debió de verme y decidió que no me había visto. Eso es. Y si yo no hubiera hecho un pacto con Cris probablemente eso hubiera sido lo mejor. Pero, maldita sea, tenía algo que decirle. Tenía que decirle que su Cris, que nuestro Cris, era un muchacho estupendo, alguien muy diferente a nosotros dos, no iba a ser un perdedor, a no ser que... a no ser que el bicho se apoderara de él. "Maldita sea, tenías que haber parado. Tenías que saberlo".
Se perdió calle arriba. Me quedé mirándola con un grito ahogado en la garganta y con el número de su matrícula abrasándome el cerebro. Tenía una mínima información y eso para alguien como yo era como el hilo del que tirar para deshacer el jersey. La ciudad es grande, pero no lo suficiente, es cuestión de días. Pronto averiguaré dónde vives, de quién es ese coche y me tendrás llamando a la puerta de tu casa vestido de vendedor de aspiradoras y no tendrás más remedio que oírme.
El hecho de verla en el coche y no en un autobús me indujo a pensar que alguien selo habría prestado. Un Blobster rojo era el tipo de vehículo que conduciría un hombre de mediana edad con un buen trabajo, quizá viviera en una bonita casa a las afueras o en un apartamento caro en el centro. El hecho de que ella lo condujera me hizo pensar que lo había cogido para bajar a la ciudad. Entonces... "entonces vives en una urbanización".
No conocía la ciudad y se estaba haciendo tarde. No tenía dónde alojarme y me quedaba muy poco dinero. Volver al coche, regresar a mi ciudad (a doscientos kilómetros) y recoger mis cosas para volver aquí de nuevo me costaría un día como mínimo. No lo había hecho bien. ¿Dónde tienes la cabeza? Busqué un hotel en un barrio bien, a diez minutos del centro en autobús. Dejé mi coche en la puerta del hotel y entré. El recepcionista me miró con esa superioridad que siempre demuestran cuando les entra un vagabundo a pedir unas monedas. Le pedí una habitación y le enseñe el carnet falso que llevo para este tipo de emergencias. Dió un respingo cuando vió el nombre, me miró y me dió la habitación con mejores vistas según dijo. No se atrevió a decirme nada, siempre es así, nunca nadie pregunta nada cuando enseño ese carnet falso, ni siquiera lo comprueban, es como una llave maestra, nadie le niega nada a alguien que lleva sobre sus hombros la maldición de llamarse... "El desayuno se sirve a las siete, sr. Hitler" me dijo mientras se cerraban las puertas del ascensor. No pude reprimir la risa ni sentir un desprecio por él, sólo parecido al que me tuvo a mí al verme entrar en el vestíbulo. ¿Qué pasará ahora por su mente? me pregunté. Entré en la habitación y me tumbé vestido en la cama. Dormité unos minutos hasta que la penumbra se convirtió en oscuridad. Me rehice, me desnudé y me di una ducha. No había comido nada en todo el día, el bicho estaba cansado, volví a vestirme con la misma ropa y bajé al comedor. Cené como hacía días que no lo hacía... luego café y puro... salí del restaurante del hotel tan lleno que pensaba que en cualquier momento se me saldría el ombligo para fuera. Fui hacia la recepción para pedir que me llamaran a las seis y media. Al vestíbulo llegaba desde alguna parte desconocida, el sonido armónico de un piano. Le pregunté al recepcionista "llámeme Gustav, sr. Hitler" de dónde procedía la música. Movió la cabeza hacia una puerta. Me dirigí hacia allí: la puerta daba al ambigú del hotel, en donde un tipo calentaba los dedos. Estaba oscuro. Sólo la barra estaba iluminada por unas diminutas bombillas halógenas. Me senté en un taburete. "¿Qué desea?" Algo sin alcohol, algo digestivo, algo de lo que se pudiera reír el bicho "¿Qué has pedido qué? ¿Una infusión? ja, ja, ja, ja, menudo tipo duro, ¿qué será lo próximo?¿un agua mineral con gas?" Pedí un Ginger Ale. El bicho se calló cuando un foco iluminó la figura de una mujer que hasta ese momento permanecía en la sombra. Se acercó al piano cabizbaja. El pianista empezó a tocar algo y ella le siguió con una voz sucia y limpia al mismo timpo, una voz negra en una boca roja de mujer blanca, sí, empezó a decir cosas y a contar otras, y lo mejor de todo es que tardé en reconocer quién era. Disfruté del concierto y me bebí hasta la última gota de aquel delicado artificio al que me transportaba su voz rota. Cuando terminó, se retiró a cambiarse. La esperé. Cuando ya salía por la puerta le corté el paso sin brusquedad. "Hola, aún me tienes que explicar quién era el tipo ese de esta tarde, me gusta saber a quien tengo el gusto de atizar y estaría bien que también me aclararas por qué". La chica que por la tarde me había servido la copa que nunca bebí y a la que libré del tipo de la gabardina negra no pareció sorprenderse. Me sonrió como lo hiciera por la tarde. "Le diste bien. No creo que lo olvide. Era el hijo de J..." "¿Quién es el hijo de J...?" pregunté. "¿Es que no has oído hablar de la mafia blanca?". "No" le dije. "Vamos a un lugar donde te lo pueda contar sin que nos vean" me dijo. "En mi habitación nadie nos verá".

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