viernes, 15 de febrero de 2008

Del todo a la nada



Nos levantamos a las once. Hacía mucho tiempo que no me quedaba en la cama después de despertarme, siempre hay algún asunto esperándome, algo que no tiene la delicadeza de dejarlo para otro día. Pero hoy... hoy estoy en la cama con ella, la claridad del sol lo inunda todo, hay silencio, el tiempo se ha detenido y no voy a ser yo quien lo ponga en marcha. Estaría así siempre. Ella también está despierta, no le puedo ver la cara pero lo intuyo. Está de espaldas a mí y no se mueve. No sabe que yo sé que está despierta porque cuando duerme su cuerpo es un remanso y cuando finge que duerme algo se tensa dentro de ella, un pensamiento, un no sé qué. Así que sé que está despierta y está pensando en algo, algo que no quiere que vean mis ojos o que intuya mi alma. He pasado años tratando de entender ese lenguaje que tiene sus silencios. Y al final, los he ido entendiendo, esta vez es como aquella en la que nos fuimos a vivir al campo, ella, Cris y yo. Pero también es como aquella otra que se fue a vivir con aquel tipo estirado dejándome sin previo aviso y como cuando dejó, durante una temporada, de ir a ciertos garitos a ciertas horas. Estoy seguro de que quiere empezar de nuevo. Sí, de lo que no estoy tan seguro es de si esta vez querrá que yo le acompañe. Empezar de nuevo. Daría mi mano derecha por empezar de nuevo en un nuevo lugar, con ella, para siempre. Un pisito, quizá una casita, un trabajo en el que no tenga que romperle los huesos a nadie, una vida normal, sí, con pastel de manzana enfriándose en el quicio de la ventana, con beso de bienvenida al llegar a casa, con un sofá y una tele y un cuarto para las herramientas y el bricolage del domingo, una vida sana en un mundo casi feliz. Siempre he querido algo así, siempre, desde que era niño y mi padre pegaba casi todos los días a mi madre y yo, desde la habitación, cuando todo se acababa, le rezaba al niño Jesús para que pudiéramos irnos ella y yo a vivir los dos lejos de la bestia. Luego me fui haciendo mayor y empecé a meterme en líos. Pobre madre, yo era lo único que tenía y le fallé también, no supe salvarla cuando pude. No pude darle ni un sólo momento de felicidad, nunca le ví reír, nunca pude ver en ella un sólo instante de agradecimiento a la vida. Lo siento, madre.
Ella se da la vuelta e inicia una pequeña obra en la que interpreta a alguien que se despierta y se alegra de verme. "Buenos días, cariño" dice con voz nasal. Yo le sonrío, probablemente con una expresión estúpida en mi cara. Despeinada y con los ojos hinchados por el sueño me devuelve la sonrisa. Así deben de esperarte los ángeles cuando te mueres y vas al cielo. Su cuerpo tibio busca el mío y se acurruca en un gesto inocente que agradezco desde tan adentro que estoy seguro que nunca antes había sentido tanta gratitud hacia algo tan pequeño. Tiene la cabeza en mi pecho, así no puedo mirarle a los ojos, esto no me gusta, una alarma se enciende. Mi corazón palpita con más fuerza y ella lo percibe. Se da cuenta de que yo ya lo intuyo y empieza a hablarme sin mirarme a los ojos, allí, en las profundidades de mi alma, me dice que está cansada de huír, que ya no quiere seguir con la mala vida, que buscará un trabajo, se buscará un apartamento de alquiler, que dejará de salir sola y de noche, que tratará de empezar una nueva vida... en la que no quiere nada del pasado. Mi corazón se paraliza. Está bien, fracasado, ahora sí que es el fin, sabes que esta vez es la definitiva, que cuando te despidas esta vez de ella se la tragará la tierra. A ella, a Cris, a la posibilidad de ser un hombre normal con una vida común. Ahora sí que sabes lo que es estar muerto, lo que es no tener esperanza. Tu esperanza era ella, que ella te quisiera lo suficiente como para poder empezar algo juntos. Está bien, fracasado, sabes que cuando os despidáis ella tirará tu número de teléfono y no te buscará ya nunca más. Lo sabes, porque su cuerpo respira una paz que nunca antes le habías notado. Esa debe de ser la paz que después de muchos años y muchas equivocaciones acaba uno teniendo consigo mismo. Tú eso nunca lo sabrás y la envidias por eso. La envidias y la admiras. "Está bien, princesa. Cogeremos el coche y te dejaré donde tú digas" le digo.
Horas más tarde, dentro del coche, me da un beso y se baja en una esquina de una calle del centro de una ciudad con anchas aceras y muchos árboles. Y la veo alejarse. Su cuerpo menudo se pierde entre la gente. Pensé que esta vez sí y fue que esta vez nunca más, mala suerte. No recuerdo una vez en la que me haya sentido tan derrotado. Me pongo a llorar. Nunca antes lo había hecho que yo recuerde, ni cuando era un niño. La gente que pasa por la calle mi mira de reojo. Nadie me dice nada. Me miro en el retrovisor y veo a alguien al que ya no le queda nada, ni tan siquiera la esperanza de morir por ella.

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