martes, 12 de abril de 2011

Saco de huesos


Me levanto por la mañana con todos los huesos rotos. Todos. Por la mitad. Partidos en dos piezas simétricas, de rotura limpia, sin polvo ni astillas, como cortados con una hoja radial, las falanges de los meñiques, los huesos del cráneo, las vértebras... las costillas.

El médico se acaricia la barbilla al contemplar las radiografías. Luego me mira y me pregunta que si he hecho algo distinto estos últimos días. Cuando las enfermeras nos dejan solos viene hacia mí, me agarra de las solapas de la bata abierta por la espalda y me eleva, cuerpo inerte, hasta que sus ojos quedan a un centímetro de los míos "¿Esto es una broma?" me pregunta. "Quieres volverme loco y no sabes cómo". Me suelta y caigo sobre la camilla y mis huesos chocan entre ellos como si estuvieran todos juntos, sin carne, en un saco de lona dejando un sonido hueco y macabro en la habitación. Me gustaría decirle algo, quejarme, pero no puedo, mi mandíbula está rota. Parpadeo, no siento dolor, unas lágrimas sin pena me salen de los ojos en un acto tan reflejo como irreflexivo. Tengo ganas de dormir, de dormir muchos días seguidos.

Me hacen más pruebas, electrocardiograma negativo. Mi corazón no late. El médico parpadea, yo le guiño un ojo húmedo y eléctrico y él de nuevo parpadea, le sonrío lánguidamente, acerca su boca a mi oído y me susurra que no es posible, luego grita y tira por el suelo las bandejas de inoxidable que contienen los instrumentos quirúrgicos, ríe y salta, se tira de los pelos, habla en un idioma que aprendió de niño, se sienta en el suelo abrazándose a sus piernas... y canta una nana en un vaivén loco de ojos desquiciados. Un fluorescente empiza a parpadear ruidosamente, el aire se vuelve más frío, en algún lugar alguien pone en marcha un hilo musical pasado de moda.

Dos meses después recibo el alta, tengo más suerte que el médico que me atendió de urgencias, a él le quedan unos cuantos años para que le vuelvan a considerar cuerdo. Los huesos han soldado bien. Todos, sin dejar huellas. Camino despacio por el jardín que hay a la entrada del hospital. Nadie ha venido a despedirse de mí. Les doy miedo, lo sé porque lo he ido viendo en sus caras durante dos meses. El corazón sigue sin latirme. Se convirtió en piedra en la explosión que me partió los huesos. Una deflagración interna, algo así como una liberación súbita y descontrolada de energía vital que sólo me dejó la apariencia de estar vivo.

Cuando llego a casa ella no está. Ya me lo imaginaba. No vino a verme al hospital. Sus cosas no están, la mitad de los muebles tampoco. Ni los gatos, ni las sartenes, ni las fotografías donde estábamos juntos. Sospecho que ella tampoco quiso llevárselas y acabaron rotas en el cubo de la basura, me pregunto si también partidas por la mitad como mis huesos. Los gorriones siguen piando en los árboles de enfrente de mi casa, oigo su jolgorio y eso me tranquiliza, no soportaría el silencio absoluto. Me siento en el sofá y está frío.

Suena el teléfono y una voz masculina pregunta por ella. Le digo que no está y el otro pregunta si soy su compañero de piso, le digo que sí y le cojo un recado que nunca llegará a su destino.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Di que sí, que se joda!.

Este estilo tuyo de hacer de la amarga (en ocasiones demasiadas) vida una tragicomedia, es admirable.

Me ha encantado el texto y la técnica desarrollada.


Un cordial saludo,

H.



PD : Joer, que leñazo s'a pegao el violinista. Como pa' verse matao, tú.

Las Espirales de Brígida dijo...

Simplemente, me encantó.
Beso
S

Mía dijo...

;-P
Besos.
Me gusta lo que leo.
Ciao.