viernes, 26 de marzo de 2010

Tres escalones


Quizá hubiese ido todo mejor si un momento determinado, eso sí, regido por el azar, él hubiese dicho aquella frase que él quería pronunciar y que ella quería escuchar. Pero a veces, el tiempo se le escapaba por entre los dedos como el agua, dejando la mano mojada e inútil, sabiendo que todo el tiempo se ha escurrido sin remedio mojando el suelo yermo también.

Se sentó y se reclinó en la silla de la oficina. Imaginaba que existían algo así como islas de tiempo en las que uno podía pensar con calma, como un remanso en el descenso de un río de aguas bravas. Sí, para él eso era la vida, una caída vertiginosa y sin freno en el que sortear peligros escondidos, dejarse llevar por corrientes que le poseían y que tarde o temprano habrían que se estrellase y se hundiese.

Le hubiese gustado tener un gesto repetitivo con el que ocupar sus manos pero éstas parecían preguntarle qué era eso de no tener nada qué hacer, molestas por una libertad indeseada. Las manos enseguida propusieron tareas comunes: coger un bolígrafo, un libro, marcar un número de teléfono... como si estuviesen encargadas de proveer a la mente de una agitación contínua en la que las islas de tiempo no tuviesen un espacio para existir.

Pensó de nuevo en ella, en su creciente interés porque se dejasen de ver, por sus comentarios aparentemente sin importancia acerca de ese otro y con el que nunca había conseguido coincidir aunque sólo fuera para ver qué aspecto tenía. Pensó que tal vez las cosas pasan siempre para bien y que uno siempre pierde antes de que otro gane, que existen momentos en los que falta una frase o sobra otra que pesan lo suficiente como para decantar la balanza de los afectos y las preferencias.

Cuando se dio cuenta sus manos habían cogido el teléfono y habían marcado el teléfono de ella. Lo miró casi con sorpresa a pesar de que lo habría marcado cientos de veces. Colgó el teléfono sin llamar, se levantó de la silla y se puso la chaqueta. Esta isla de tiempo la voy a recorrer caminando. Abrió la puerta de casa y se giró para ver la sala de estar como si no hubiera de verla nunca más. Cerró la puerta tras de sí, bajó los tres escalones que le separaban de la acera y se fue caminando calle abajo, con las manos en los bolsillos, pensando de nuevo en ella y en que le costaría mucho que eso cambiase.

4 comentarios:

Gata dijo...

En el amor siempre pierde más quien menos necesita que eso salga bien. Nunca lo olvides.
Un beso
PD: Si pasas por Madrid algún día, me encantaría conocerte.

Marnie J. dijo...

a mí también me hubiese gustado que me hubiese hablado... le hubiese incluso respondido...
la ladrona de si hubieses...

Espera a la primavera, B... dijo...

Te doy toda la razón, gata. En el amor siempre pierde más quien menos necesita, como si en un momento determinado alguien hubiera decidido apostarlo todo precisamente porque no necesita ese todo, sino sólo un poquito.

PD: Me gustaría ir a la presentación del libro de Concha, pero eso hoy por hoy queda fuera del alcance de mis posibles.

Espera a la primavera, B... dijo...

El martes ví al sr. Felipe y me preguntó por usted. El sr. Felipe siempre me pregunta por usted. ¿Sabe que ha publicado en Bubok? El título "La larga noche de piedra".

Hablamos cuando quiera usted.