sábado, 27 de marzo de 2010

El círculo polar ártico del corazón



... y en ese instante supo que todo había terminado. Hasta entonces había pensado que lo suyo era una fractura que tarde o temprano habría de unirse de nuevo hasta coger de nuevo la consistencia de un hueso único. Pero se equivocaba. Aquello era como una amputación, una separación irreversible, algo definitivo y sin remedio. Y al darse cuenta de ello creyó sentir lo que siente un miebro que es separado del resto del cuerpo, es decir, se sintió pasar de ser algo vivo a ser una cosa, a sentir un dolor inútil porque no había nada ni nadie para sentirlo. Creyó saber, con una certeza casi absoluta, lo que siente la mano desposeída de su función, su identidad, su razón de ser, un miembro que caía a cámara lenta desde una altura que poco importaba, que no entendía, que ni tan siquiera tenía oídos para escuchar el chasquido del impacto contra el suelo.




Así acaban las relaciones que nacen para durar, pensó, siempre de una forma inesperada, ciegas y sordas a las advertencias de que, tarde o temprano, han de acabar así. ¿Quién sabría la verdad? y sobre todo ¿qué verdad era la que más se acercaba a la realidad? Habían dos versiones distintas, como si dos personas delante de una escena en una obra, una de ellas riera y la otra se emocionase hasta el llanto. "Es algo de la piel" se dijo "Es como si hubiese una vida anterior que hubiese tatutado la piel por dentro sin que se pudiera ver a simple vista qué hay escrito y que, en un momento determinado, saliera a la luz y el otro dijera ¿ves? te lo advertí". Pensó también que a ciertas edades somos laberintos en el que encerramos más y más trampas para que nadie salga de ellos. Y creyó ver, aunque si le preguntaran no sabría volver a describir qué, un sentido y un orden a todo eso, como si se ordenase un puzzle un segundo antes de que un terremoto lo agitase y lo deshiciese perdiendo para siempre las piezas.




No le asustó la soledad ni esas otros sucedáneos que tanto se le parecen en color y textura, pero esta vez sí tuvo miedo de algo, algo innombrable y mucho más oscuro. Pensó que de repente, sin que antes le hubiese ocurrido, tenía miedo a la muerte. No a una muerte física sino a una mezcla de olvido y pérdida, algo así a lo que deben sentir los escritores que ya han escrito lo mejor que podrán escribir jamás y nadie lo ha querido leer. Vanidad, pensó. El otro día había leído algo acerca de la vanidad. Sintió un escalofrío. Se levantó y encendió la calefacción. Cogió papel y lápiz y quiso hacer un gesto que restase importancia a todo. La lista de la compra estaría bien, pero no pudo. Así se quedó durante un buen rato, con el lápiz en la mano, sabiendo que le iba a costar mucho ese primer paso, no porque no estuviese acostumbrado a empezar de nuevo, sino porque esta vez no tenía la convicción que tienen los que saben que todo va a ir a mejor.

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