martes, 26 de agosto de 2008

Gente que dice adiós

Se sienta en la cama. Hace sólo unas horas que habló con ella y sigue nervioso. Es estúpido ponerse nervioso ante algo que ya ayer había sucedido. Mira el reloj. La una menos cuarto. Se levanta; a tientas encuentra el interruptor y lo pulsa. La luz le produce una punzada en los ojos y los cierra de inmediato. Luego, los va abriendo poco a poco para irse acostumbrando a la claridad y se va, con paso inseguro hacia la cocina mientras piensa si el efecto de ir en medio de la claridad con los ojos semiabiertos no será lo mismo que andar con los ojos bien abiertos en medio de la oscuridad. Si las persianas estuvieran levantadas la luz de las farolas de la calle alumbrarían algo el piso. "Has encendido la luz cuando deberías haber subido las persianas, menudo idiota estás hecho". Pero ya sus ojos se han ido acostumbrando a la ya menos hiriente insolencia del tungsteno de las bombillas. Entra en la cocina, enciende el fluorescente y abre la nevera, saca una botella de agua fría y llena un vaso hasta la mitad. Luego, de otra botella, vierte agua a temperatura ambiente mezclándola con la fría que estaba en el vaso. El resultado le satisface cuando se lleva el vaso a la boca. ¿Cómo se las apañarían antes de la invención del frigorífico? ¿Eso sería antes o después de la invención del la electricidad? Con estos pensamientos se vuelve hacia la cama olvidando la botella de agua fría encima de la encimera de la cocina. Va apagando todas las luces de la casa. Cuando llega a su habitación se sienta en la cama y apaga la última luz. Se queda un rato mirando la oscuridad hasta que sus ojos empiezan a distinguir, de forma más que borrosa, los contornos de los muebles. Sigue nervioso. "Lo que pasa es que me cuesta decirle adiós" dice en voz baja, como si se lo estuviera confensando a alguien sentado a su lado. "Debería ser más fuerte, debería poder mirarle a los ojos y decirle que es la última vez que voy a verla". Luego se tumba en la cama boca arriba mirando hacia un techo que no puede ver, sabe que está allí, pero sin poder determinar, exactamente, dónde está ni qué contorno tiene. Se conforma con la información almacenada en la memoria. El techo debe de estar ahí, sino vería las estrellas, las nubes, la luna ¿Qué luna habrá hoy? Menguante. No sé ni en qué luna vivo. Se queda unos minutos en esa posición y mientras da por imposible dormirse en un breve espacio de tiempo se da cuenta que lleva pensando en ella todo el fin de semana. "Y toda la semana anterior" dice otra vez en voz baja y al mismo acompañante inexistente. Aún no se le ha desprendido del todo aquel sentimieno y sabe que no se le irá fácilmente. Afuera, la campana de la iglesia de Sant Sebastià da la una. Va a ser difícil conciliar el sueño y va a ser inevitable pensar en las cosas que le dirá al día siguiente y que, probablemente, nunca saldrán de su boca porque su mente imaginará un diálogo que se desbaratará cuando se reproduzca en el mundo real, entre ellos dos, entre él y esa, cada vez más, desconocida íntima. Le dará rabia no decir lo que había pensado esta noche y se sentirá mutilado mientras le mira sus ojos felinos, que le hablarán un lenguaje antiguo y querido. Ahora él no cuenta con eso. Ahora sólo hay un discurso, dos personas que hablan, pero al día siguiente habrán dos cuerpos y dos miradas y las palabras serán como de arena. Lentamente, agotado, va venciéndole el sueño. Justo antes de dormirse recuerda que dejó la botella de agua fuera de la nevera.

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