martes, 11 de marzo de 2008

La felicidad


En un mundo perfecto María no conocería sitios como este. Hubiera pasado de la infancia a la adolescencia, hubiera tenido un novio, se hubieran peleado y hubieran hecho las paces, hubiera llegado a la juventud trabajando, estudiando, quizá cantando en algún grupo. Pero por lo visto el mundo es cualquier otra cosa menos perfecto y María me había llevado a una habitación del tercer piso, la del fondo, a la que se llegaba atravesando un pasillo largo, enmoquetadas las paredes de un fieltro rojo con flores diminutas y amarillas, y flanqueado de puertas de varios colores con un nombre de diosa colgado en cada una. "Hebe" rezaba la última habitacion. Entramos.
Eran las seis. El aire ligeramente fresco movía las cortinas de la ventana abierta y la persiana permanecía baja. Me senté en la cama y me quité los zapatos. María me miraba de pie desde la puerta cerrada a su espalda. "No pienso preguntarte nada" le dije "un trato es un trato". "Piensas que soy una puta, ¿verdad?" dijo mirándome con rabia "todos los hombres pensáis que todas las mujeres somos unas putas". La miré fijamente. "Mi madre era puta" le dije "así que sé que no todas las mujeres son unas putas. Es más, sé que hay muchas mujeres que se acuestan con hombres por dinero y no serán nunca jamás unas putas. Y ahora ya basta. No tengo por qué decirte qué cojones pienso de de nada ni de nadie. Sería mejor que nos quitáramos todo este polvo de encima y bajaramos a cenar con tu amiga. ¿Entras tú primero o yo?" le dije haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta del baño "Mañana tendremos que conseguir ropa limpia. Empiezo a sentirme incómodo". María me miraba desde la puerta sin decir nada. "¿En serio que tu madre era puta?" me dijo. "Si no te duchas tú lo haré yo, si no te importa". Me levanté de la cama y me metí en el cuarto de baño, reformado no hacía mucho tiempo y perfumado con un agradable ambientador de lavanda.

La felicidad es un chorro de agua caliente que te pega en la cabeza en los pocos momentos en los que te sientes a salvo; es una ducha cuando estás sucio, derrotado y no tener que dar explicaciones a nadie de cómo te sientes. Hay quien canta en la ducha preso de esa felicidad y lo hace porque tiene miedo del silencio de estar consigo mismo, como cuando de niño caminaba por el pasillo a oscuras de casa y cantaba o corría para huír del monstruo imaginario que le acechaba. En ese caso, el que canta, su felicidad espanta, porque no puede soportarla en silencio, como si la felicidad estuviera en otra parte, una felicidad a manos llenas, grande y para siempre, como si no pudiera estar (no puede estar en algo tan pequeño, piensa) en las gotas de agua caliente resbalándote por el pelo y la nuca, como si en algún lugar hubiera una promesa tan grande, algo tan pleno, que relegara el momento presente a algo sin importancia, que no merece la pena, completamente prescindible.

Salí de la ducha casi nuevo. Decidí que lavaría la ropa interior con el jabón de las manos y lo dejaría secar durante toda la noche. María entró en el cuarto de baño vestida con un albornoz blanco, lo debía de haber encontrado en el armario, donde ella debía de saber. "Aún no he salido" le dije. "Si no me ducho ya mismo no me dará tiempo" dijo ella. Se quitó el albornoz y se metió en la ducha. Cerró las cortinas y empezó a caer el agua. Mientras, yo escurría la ropa y la dejaba encima del radiador. Ella salió de la ducha, me miró y dijo "¿Sabes que hay un estudio que dice que los hombres que friegan tienen una vida sexual mejor? Es porque crean un mejor vínculo con su pareja". Se me acercó. "¿Me pasas el albornoz?" dijo en un tono provocador y divertido al tiempo. Se lo dí sin casi mirarla. "¿Tienes miedo de mirarme, hombretón?" dijo, desde luego el agua caliente le había relajado y puesto de buen humor. El bicho tuvo ganas de decirle: "No, lo que pasa es que no puedo emocionarme porque no llevo dinero". Entonces ella hubiera dicho "Eres un maldito hijo de puta" al tiempo que saldría del baño. Entonces a mí me hubiera tocado decirle: "Mira, niñata de mierda, ojalá nunca hubiera entrado en ese bar ni te hubieras cruzado en mi camino, es más, ojalá sí te hubieras cruzado y me hubiera importado un carajo que aquel imbécil te amenazara. Si hubiera entrado un minuto más tarde y yo me hubiera tomado la copa te aseguro que me hubiese dado igual" pero no pude, no en aquella habitación ni ante lo que significaban aquellas cuatro paredes, no ante sus ojos de nuevo alegres. Sé qué es que te hagan daño con las palabras. Cuando sabes eso ya no puedes utilizarlas sin pensar en las consecuencias, no hacia gente desgraciada como tú. En algún lugar hay escrito un código ético de los desgraciados en el que está terminantemente prohibido machacar a alguien herido.
"Anda, niña, déjate de juegos, tu amiga nos estará esperando... házle saber al brutícola que vamos a salir" le dije. Entonces le miré a los ojos, que es lo único que siempre, de verdad, está verdaderamente desnudo. Aquel brillo... se le desbordaba la felicidad por ellos, una felicidad sencilla y minúscula, una de esas a las que nos aferramos los que sabemos que la gran felicidad no es para nosotros. "Vístete" le dije sonriéndole "o vas a hacer que no pueda salir sin armar un escándalo". Se rió y supe que por un momento había olvidado algo que le era necesario olvidar para seguir viviendo con dignidad. Era una buena chica, de esas a las que, sin saber muy bien por qué, les pasa la vida por encima y se pasan el resto de su vida recuperándose, como esos animales mutilados por trampas en el bosque, como perros atropellados por un coche. Todos somos un poco así, un niño que no se esperaba que todo fuera tan diferente a los cuentos que le contaba su madre al irse a dormir, no tan sórdido, alguien a quien se le ido perdiendo la inocencia poco a poco sin saber dónde. Sí, ya sé, la vida, el mundo... que no es perfecto. María descolgó el teléfono y marcó un sólo número. "Sansón, soy yo, Clara, ¿salimos?... claro, de acuerdo". Colgó. "Nos llamará él" dijo. "Está bien" dije.

No hay comentarios: