miércoles, 5 de marzo de 2008

Espacios abiertos


Salimos del hotel tras las miradas cómplices entre María y Gustav. "No has visto nada" le dijo ella. Él sonrió maliciosamente. Nos metimos en el coche y nos dirigimos al centro, al ayuntamiento. "Debes averiguar a quién pertenece esta matrícula y dónde vive" le dije mostrándole un papel donde había escrito la matrícula del Bobster rojo. "No me la darán" dijo. "Ya lo creo que te la darán, sabes cómo hacerlo, estoy seguro". Me relajé dentro del coche mientras ella subía las escaleras de la entrada del ayuntamiento. Media hora más tarde, se metió en el coche con una dirección. "Está a las afueras, no conozco mucho esa zona, debe de estar en los campos de algodón cerca del río." Salimos por la autopista norte camino hacia donde ella decía con una sensación extraña. Demasiado fácil. Al poco advertí que alguien nos seguía. Era un coche negro, uno de esos que pasan desapercibido en cualquier parte. No sabía si nos había seguido desde el hotel o si su aventura partía de las escalinatas del ayuntamiento. Abandoné la autopista un par de salidas antes del desvío a los campos de algodón. "¿Qué haces? no es por aquí" dijo María. No estaba seguro de si debía decirle que nos estaban siguiendo, si ella no era, en realidad, la causante de aquella persecución. "Conozco un atajo" le dije. Ella se reclinó en el asiento, con calma, sin preguntar. No sabía nada. Y si lo sabía era la reina del disimulo.
El coche negro no nos dejaba. Paré en una gasolinera y dejé el coche delante del surtidor. "Lleno" le dije al muchacho. "Voy a lavarme las manos" le dije a María. Del coche negro salió un hombre de no más de treinta años y con disimulo me siguió hasta el baño. No se esperaba que lo estuviera esperando. Cayó redondo. Le mojé la cara y le pregunté quién le enviaba. No dijo nada. Le rompí la nariz: nada; la mano: nada. Tenía más miedo a quien le mandaba que a mí. Eso no era nada bueno. Lo dejé allí. Su silencio me había dicho que el padre del tipo de la gabardina negra era muy peligros. Su silencio había hablado a su pesar.
Volví al coche. Pagué con la tarjeta del tipo que yacía en el cuarto de baño. El muchacho no se atrevió a pedirme el carnet para comprobar que la tarjeta me perteneciera. Salí de allí otra vez en dirección a la autopista. "Eh, ¿no conocías un atajo?" me preguntó. "Me equivoqué" le dije. Atravesamos el desierto en dirección al oasis. "Para" me dijo. Paré. Se bajó del coche y caminó en dirección al desierto. Luego abrió los brazos y miró hacia el cielo. "¿Sabes? me gustan los espacios abiertos, me dan una calma, me tranquilizan. No es como estar rodeado de montañas o árboles o edificios. Sólo es el cielo y yo, sin nada que lo limite. ¿Sabes de qué te hablo?" caminó dando vueltas sobre sí misma con los brazos abiertos. "Esto es la libertad, esto sólo lo puedes encontrar en unos pocos lugares, como el desierto. No lo puedes encontrar en medio del bosque, ni rodeado de montañas. Esto es una isla de calma en medio de un mundo de cosas que limitan lo inmenso del cielo. Ven". Salí del coche y fui hacia donde estaba ella. "Sólo tienes que mirar al cielo, así" dijo inclinando su cabeza hacia atrás. Me abrazó. Y en ese abrazo intuí que ese instante de calma era algo raro y precioso que le latía por todos los poros de su piel. Quise besar sus labios y recorrer con mis manos su cuerpo emecido por una tranquilidad viva y vibrante. "Vámonos ya" le dije. "Tenemos que llegar antes del mediodía". Ella se cayó de su estado de beatitud y de repente, estoy seguro, que el cielo empezó a tener un límite, una figura que rompía aquel cielo inmaculado: yo. Y también sé que no me maldijo, sino que sintió pena por mí, por no poder abrirme a ese instante. Se subió al coche y no dijo nada más hasta que llegamos a la dirección en la que estaba registrado el Bobster rojo. Era la una y media del mediodía y hacía un día radiante.

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