sábado, 24 de abril de 2010

2ª Parte



Llevo diez días encerrado en casa. Afuera, en la calle, condensa lentamente una neblina con los vahos de los vecinos y el humo de los coches y que va camino de convertirse en una nube; una nube sucia y pegajosa, inmóvil, ajena al viento que la desharía o se la llevaría. Como esa nube emponzoñada sin el viento, así me siento yo sin tí.

Hace tiempo que la asociación vecinal perdió la esperanza de que el viento airease la calle. Después de más de veinte edificios derribados (los primeros por orden municipal y los últimos a pico y pala enarbolados por la turba desesperada) los vecinos se volvieron huraños y cesaron las reuniones para poder encontrar soluciones (o señalar a un culpable al azar y despellejarlo, o destinar los recursos de las fiestas a la construcción de un ventilador gigante). Cabizbajos y paquidérmicos, los niños van al colegio con la ropa húmeda que sus madres hace tiempo dejaron de tender para que se secara al sol. Los niños juegan en otros barrios, algunos se han ido a vivir con parientes que viven apenas una calle más abajo, por donde sí pasa el viento con la misma irregular regularidad de siempre. Y los adultos miran desde detrás de las ventanas, desalentados, la niebla preguntándose si se trata de un castigo divino o si, simplemente, el fenómeno (más bien la usencia de éste) responde a una causa científica.

Hace un mes ocurrió algo que nos dió esperanza durante un corto espacio de tiempo. Bajó la temperatura bruscamente y la nube se condensó provocando una lluvia fina que alivió momentáneamente el bochorno irrespirable de la calle. La alegría duró poco. El tiempo que tardamos en darnos cuenta de que aquella lluvia espesa venía a empaparlo todo con una consistencia y un olor nauseabundos, que las cloacas desprendían un sonido como a lodo, que aquello más que un alivio suponía la constatación de que si algún día el viento se dignaba a pasar por la calle y llevarse el aire enrarecido, nos quedaría el recuerdo impregnado en las paredes de los edificios, en las aceras, en el brillo asesinado en las carrocerías de los coches.

Diez días llevo escuchando a Camela. Enloquecido y con los ojos vidriosos de ver todos sus vídeos una y otra vez, enferma el alma, enamorado locamente de la Angeles u odiándola a muerte según el momento y el estado de mi corazón. Te echo de menos y todas sus letras me traen tu recuerdo con el repiqueteo de la caja de sonidos del órgano del tío de los tres que ni canta ni actúa ni nada de nada.

Algunas noches cuando consigo dormir te requetesueño y me hundo en las aguas oscuras de tus ojos que en otro tiempo fueron cristalinas. Otras veces sueño que me ahogo y al contrario de lo que pasaría si lo hiciera de verdad, cuanto más me falta el aire menos angustia siento y sólo la idea de que la tranquilidad absoluta me supondría la muerte y con ella la imposibilidad de volver a verte, me devuelve poco a poco la respiración. Sé que tarde o temprano llegaré a la conclusión (supongo que también en sueños) de que es mejor llegar hasta el final pero de momento todavía mantengo el control y siempre vuelvo a la superficie de tu mirada en las fotografías con las que he empapleado el piso. Y allí permanezco... hasta que vuelvo al ordenador y enloquecido, a la visión compulsiva de los vídeos de Camela.

La vecina del primero primera ya no me odia, ha pasado a la indiferencia. Y si bien todavía algunas veces derrama cubos de agua cuando yo paso y aplica al charco que se forma una corriente eléctica considerable (cualquier día hace caer las líneas de alta tensión una tras otras desde Mataró hasta Grenoble) ya no lo hace con aquella vivacidad en el rostro y se ve que su maldad se ha tornado en una malicia casi inofensiva empujada por una inercia cada día menos veloz y que, el día menos pensado, dejará de interesarle realmente mi presencia en este mundo. Llegado ese día, no sé si lo soportaré. De momento, estoy tranquilo porque me responde, eso sí, sin aquella voz de ultratumba, a mis buenos días con su clásico y entrañable "hijo de la gran puta".

Pero sigo pensando en tí aún a la una de la madrugada y escuchando "lágrimas de amor" a todo trapo. Te imagino lejos y en compañía de otro que no soy yo, en un hotel quizá, en su casa de campo tal vez, a bordo de un lujoso yate, caminando de su mano por la playa. En cualquier caso, acabo por volver a pensar y escribir y eso me aporta cierta calma. La calma me hace bien, hace que me de cuenta de las cosas y que, en consecuencia tome decisiones. Mañana vuelvo al trabajo. Lo he decidido. El jefe no ha parado de llamarme y no le he cogido el teléfono. Tal vez esté molesto. Tal vez por eso sus mails amenazándome con despedirme al principio y despidiéndome después.

Creo que si le cuento lo de la ausencia del viento, lo entenderá.

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