sábado, 17 de enero de 2009

Lo simple y complicado de no acordarse de cuando uno era un niño.

Empiezo a sospechar que los amores queridos son fruto de la inocencia, de que cuando crecemos nos volvemos "malos", que aceptamos sin cuestionarlo apenas, las reglas inhumanas de lo que ya está hecho, de las generaciones que nos estaban esperando.
Empiezo a pensar que los amores queridos son fruto de eso que permanece, que se queda ad eternum en nuestros corazones de niño, pegados ahí, como una calcomanía, aferradas el alma y las manos a otras almas y otras manos.
Empiezo a creer que todo hubiera cambiado si en un momento determinado de mi vida hubiera puesto en duda si debía hacer lo que se esperaba de mí y hubiera apostado por hacer lo que me era imprescindible hacer.

Y sé que nunca es tarde. Y sé que después de mucho sospechar empecé a pensar y a creer que mi alma se rompió al chocar contra el muro de lo que se supone que debería ser y tratar de adaptarse a lo que los demás esperaban del niño que fui.

El otro día hablaba con Ángela y ella me decía algo así como: "Hay que ver la facilidad con la que se adaptan los niños a cualquier situación" al hablarme de cómo Sofía (su preciosa niña) había acabado aceptando los sinsabores de una estancia en el hospital hasta acabar con una sonrisa (provocada por su madre). Me maravillo ante los niños y me da rabia no tener presente que un día fui niño yo también. Me maravillo ante las mujeres que viven solas y llevan a sus hijos flotando entre nubes de algodón de azúcar (con lo difícil y cansado que es). No puedo decir otra cosa decirlo a los cuatro vientos y gritando. Tenemos que cambiar el mundo, no por nosotros, sino por ellos.

Se admiten sugerencias.

Se admiten caramelos y piruletas.

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