lunes, 15 de septiembre de 2008

Aprendiz de lombriz


Supongo que va siendo hora de que me entregue al olvido, es decir, que el lugar que ocupaba se rellene con cal viva y se dicte un bando que recorra mis neuronas anunciando la abolición de la dictadura tanto tiempo soportada (el corazón ha muerto, viva la nueva bomba hidráulica, viva el progreso que tanto nos da y tan poco nos quita). Supongo que sí, que va siendo la hora de abrir las puertas sin miedo y airear las habitaciones, lavar la ropa blanca, sacar brillo a la cubertería y salir a la calle a recorrer las aceras. Supongo que ha llegado el momento de empezar una vida nueva y tirar la que se puso vieja por desuso, deshilachadas las esquinas de tanto esperar a que llegara el gran día, como si hubiera exisistido, de verdad, una posibilidad de que regresaran los buenos tiempos, antiguos tiempos, los tiempos en que una mirada bastaba para poseer un universo.
Confieso que no sé cómo hacerlo. Confieso que me siento como un campesino arrojado al mar desde un barco, que espero un milagro que no llega, que estoy cansado de chapotear sin dirección, sobreviviendo a la noche, despertando cada mañana como un ser alucinado, incapaz de decir a ciencia cierta ni dónde está ni cómo ha llegado a parar allí.
Y mientras escribo en el blog algunas noches. Y sé que a veces me lees y otras tienes otras cosas mejores que hacer. A veces echo de menos echarte de menos y otras te llamo por teléfono sólo para oír tu voz (tú crees que es para pasear por encima de cosas sin importancia) pero, ¿sabes? necesito tanto escucharla que hasta me da miedo mi reacción cuando me coges la llamada. Y sé que no soy lo mejor, ni siquiera la sombra de lo pude haber sido, pero saber que estás ahí y lees lo que escribo es lo único que tengo.

Y lo único que quisiera tener