viernes, 12 de septiembre de 2008

Encuentro, visita, de paso.


Me dice hola y finge una sonrisa. Le digo hola y reprimo el deseo de tirarla encima de la mesa y hacerle el amor con violencia. Han pasado dos años. Dos años son setecientos treinta días. Setecientos treinta días y la distancia es el olvido.
Mi mira con suficiencia, de sus ojos se precipita una seguridad en sí misma que no la necesita ni siquera a ella. Su mirada me grita que ya no me necesita o que, en realidad, no necesita a nadie. Me gusta ese cambio con respecto a la que era y al mismo tiempo sé que he perdido su alma para siempre, que la que está delante de mí es otro ser diferente, como si durante todo este tiempo, su cuerpo hubiera ido regenerándose célula a célula hasta configurar a otro cuerpo, como si ahora fuese ella hecha de otra materia distinta casi con la misma apariencia. Te has cortado el pelo, le digo. Así voy más cómoda, me dice.
Aparece él. Te presento a... (no me acuerdo, sinceramente). Me tiende la mano y se la estrecho. Es cálida y firme, una mano de verdad. Hubiera dado mi vida para que fuese fría y endeble pero no lo es y me derrumbo. Ella me ha hablado mucho de tí, dice él. Mal, supongo, digo yo. Por supuesto, dice divertido.
Le miro a ella. Me mira fijamente. Su mirada me posee como una niña posee a su muñeca preferida. Se ha dado cuenta que ha habido una rápida comparación entre su hombre actual y el antiguo. Y ha ganado el nuevo, en eso consiste el éxito. Es mucho más todo que yo. Si el mundo se acabara y decidieran salvar a un especímen de la raza humana y tuvieran que elegir, él estaría entre los llamados y yo estaría casi al final de la lista. Sí, su prole heredará una génesis divina (y unas manos cálidas y firmes) que dominarán el mundo.
¿Cómo te va todo? me pregunta. Me tocó la lotería, le miento. Sigues siendo un imbécil, me dice. Ya sabes que no me gustan los cambios, le digo.

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