domingo, 27 de noviembre de 2011

Magma


No sé cuántos días aguantaré así, la niebla... ha llegado la niebla; al principio llegó casi en silencio. La niebla es un susurro de luz por la mañana. Hoy se ha quedado hasta un rato más en la calle, se daba media vuelta y decía "cinco minutitos más y me levanto". Así hasta las once. "Va a ser un largo invierno" pensé. Yo también me quedé un buen rato en la cama.
Cuando me quedo en la cama después de despertarme sé que va a ser un día jodido, me levanto sin ganas, cuando mi cuerpo se cansa de estar cansado de no hacer nada. Me levanto y hago cosas con desgana, solo y aturdido, perdido en una casa que no es del todo mía y dejándome llevar por tareas imprescindibles, complejas y sucias. Hoy he subido el laboratorio desde la cocina hasta el despacho. Allí he habilitado un espacio para hacer las pruebas del equipo. He hecho un par de agujeros y colgado una estructura para que sujete los filtros. Cosas de científico loco, de idiota ilustrado.

Por la puerta que da a la terraza la niebla se pegaba a los cristales, entre curiosa y divertida, preguntándose que andaría yo haciendo. Yo me preguntaba (tengo que sacarte de mi cabeza pero no puedo) qué estarías haciendo en ese preciso instante y con quién. Después de montarlo todo me di cuenta de que me había dejado el cable principal en el coche y pensé que iría a buscarlo más tarde.

Salí a dar una vuelta para desentumecerme, la humedad hacía que la sensación de frío fuera más intensa, me pregunté si este vapor de agua salía de la tierra porque ésta estaba más caliente que el aire y me imaginé el magma corriendo bajo mis pies, y me pregunté qué sonido haría esa bola de fuego recorriendo las entrañas del planeta, si se parecería al que hace tu nombre cuando te pienso y que, como un río de lava, arrasa mi frágil cordura al transitarme. Metí las manos en los bolsillos y traté de escuchar con atención. Sólo podía escuchar el sonido de mi respiración contra el muro de la niebla y tu ausencia mordiéndome las costillas desde dentro, ácido sulfúrico por mis venas. Me odié a mí mismo por no poder olvidarte y me condené a seguir la vida que llevo.

Cuando volví a casa, pasé antes por el coche y recogí el cable maestro. Subí a casa y estuve tratando de conseguir hacer que, por lo menos, funcionase el transformador. No fue difícil. A veces me gustaría tener la mente siempre ocupada para no tener esta sensación de que esto no es más que una pesadilla, algo que dura ya demasiado, que me ha llevado tantas y tantas veces a un punto de no retorno del que lo peor es volver de él una vez se ha llegado. Luego comí sin convicción una comida a solas, sin vino ni velas, ni rosas, ni nada.

Pensé en todas las oportunidades desechadas, en la vida a medias, en el tiempo entretejido en una manta de lana descompuesta, que arropa pero no te libra del frío. Pensé en las últimas palabras que nos dijimos y en las que no volveré a pronunciar nunca más, en que los domingos sin fin son otro preludio de lunes sin objeto y que en algún lugar de alguna parte del mundo tal vez existe una cueva en la que me pueda esconder de ti, un lugar sin niebla ni palabras de magma, un refugio en el que poder llegar sin que sea otro sitio desde donde no se vuelve, donde la realidad me rellene los huecos que dejaste en mi cuerpo para cobijarte, un puerto de mar con sol radiante y aguas cristalinas, un lugar sin mapa que lo contemple, un lugar donde se críen los niños felices, donde sólo se escuche el rumor del mar.

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