viernes, 11 de noviembre de 2011

Hoy


Vivía en la penumbra de tu sombra cuando la luz ya no era luz sino un hilo incandescente en tu mesita de noche; vivía en el pliegue de tu piel que se te hace cuando te das la vuelta, en el costado, en ese país palpado por mis manos que yo hice mío, porque vivo donde se sienten vivos mis dedos que, a veces, son los terminales nerviosos de mi alma, por los que toco, veo, huelo, amo, me electrocuto.

Vivía en la soledad de la espera y en el bullicio interior que es la esperanza, vivía feliz entre bandidos y asesinos, en un corredor de la muerte con calefacción en invierno y aire acondicionado en verano, tres comidas al día, libros... muchos libros que hablaban de ti y de mí pero con otros nombres, en otros países, con otras historias distintas, en el callejón sin salida de una página final que lo dejaba todo inacabado. Me sentía feliz, como se sienten felices los habitantes de San Francisco ante la probable llegada de un terremoto-día-del-juicio-final que al no dar señales es como si en lugar de dormir no existiera.

Esta mañana, cuando te vi pasar por la otra acera, buscando un lugar en las alturas, yo sentado en una terraza con vistas a la avenida, en los negocios futuros, bañado por el sol de la mañana fría, convertido en la mera especulación de los mercados del agua; esta mañana, deshabitado de alma, cansado del insomnio porque dormir es volver a soñarte y soñarte es despertar con las garras afiladas, delante de un café con leche que había dejado de humear, el aire queriéndose llevar todos los folios creyendo que eran hojas de árboles, el vibrar del metro de vez en cuando llegando o partiendo, me he dado cuenta de que tu vida continúa, que yo sólo fui uno de tantos, que me has olvidado completamente, como dicen esos manuales de psicología que yo debería leer, hacerles caso, practicar... y no lo he hecho.

Y me he disculpado y me he ido al baño, me he sentado con la tapa bajada y me he puesto las manos en la cara (estaba ardiendo) porque nunca nadie me había engañado tanto, nunca había querido ser engañado tanto, nunca entenderé (aunque lo entienda) esa manía tuya de coleccionar gente, como coleccionabas objetos. Y aunque sé que éramos distintos, que nuestras formas de ver la vida eran opuestas, que tú eras el sol y yo la noche, que yo era el mar y tu el viento, no consigo entender algo tan simple como que me pidieras el mundo el día antes para pedirme las llaves de tu vida de inmediato.

Casi me da igual todo, pero no consigo olvidar que no lo entiendo.

Cuando salí del bar y volví a la mesa de la terraza, miré hacia donde te había visto, un autobús recogía viajeros en la parada del otro lado de la calle, haciendo invisible la acera. Tú ya no estabas porque ya había pasado casi un cuarto de hora, pero miré hacia allí y maldije al autobús. Me senté y estuve ausente durante toda la reunión, creo que he hecho un buen trato a pesar de no saber muy bien acerca de qué. Luego, de vuelta a casa, la velocidad de la autopista me sumergió en otra época, en una edad de piedra de lo que ahora soy.

Entonces supe que ya nada importa, y miré hacia atrás y pensé en todos los errores cometidos y en lo que me ha pasado estos últimos años. Y me di cuenta de que este blog es una cárcel con puertas de madera para que parezca que no lo es, que sólo es un recordatorio diario de que la lealtad no existe, una voz que grita que me decida de una puta vez por el suicidio o por aceptar de una vez por todas de que es mejor seguir adelante sin esperanza.

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