miércoles, 25 de febrero de 2015

El ojo de la esfinge



Me hubiera gustado poder cambiar las cosas, pasar página y no saber que tendría que pasar de nuevo por lo mismo, las mismas preguntas para desencadenar las mismas respuestas, las excusas de siempre, la voz segura que esgrime razones que no pertenecen al intelecto, que sólo son algo construido para poder escapar a un sentimiento que no duele, ni entristece, que quizá, como mucho, aburre, o con suerte: molesta.

Me hubiera gustado saber más, ser otro, tal vez sólo se trataba de, esta vez, salir ganando en lugar de volver otra vez a hacerse el fuerte, dar la vuelta, alejarse y prometerse a uno mismo que no volvería a dejar que el otro disparase primero. Lo bueno que tiene el dolor es que te acostumbras a él, a que el umbral se vaya haciendo cada vez más y más ancho hasta que sólo a veces importa, hasta que sólo eres capaz de sentirlo cuando dejas de hacer cosas y te encuentras en un momento en el que te preguntas hacia dónde irás a partir de ahora. Entonces el bicho sale de su cueva y te mira con sorna, y te muerde y te grita hasta que las heridas se encienden como una hoguera alrededor de la que él baila como un salvaje extasiado en el convencimiento de que los dioses le han dado, de nuevo, un motivo para seguir adelante. 

Y aunque cueste creer, en todo eso hay algo que te alegra: el saber que aún sigues vivo porque aún eres capaz de sentir algo, aunque sólo sea rabia.

Porque la rabia es lo que a uno le mantiene en pie. Uno es, en realidad, lo que sería capaz de hacer si no hubieran leyes. Uno es lo que el bosque reclama de vez en cuando al animal que somos, al animal que eres.

Me hubiera gustado cambiar las cosas pero eso hubiera implicado convertirme en alguien a quien detestaría, esta vez estuve a punto de rendirme, a punto de flores y años que se convirtieran en niebla, en lunes por la mañana que se repiten hasta el domingo y vuelta a empezar... en vivir bajo el deseo de abrir puertas y más puertas hasta que se acabara el mundo o hasta que estuvieran todas abiertas. 

Y olvidarme de encontrar el camino hacia la esfinge para averiguarla hasta dejarnos exhaustos, hasta que las heridas nos desangren, o hasta que uno de los dos se coma al otro y se cobre la piel del enemigo, preso de una tierna violencia, la misma del que sabe que ha perdido a su mejor enemigo y ya nunca volverá a encontrar a otro que le iguale. 

Tal vez en eso consista el amor: en el respeto por aquello que no se puede tener, en la certeza de que por mucho que suene a tópico, no es más que la lucha cuerpo a cuerpo entre dos seres que sólo conocen el deseo de vencer y ser vencidos, de luchar hasta todo límite y morir matando para seguir vivos y dejar seguir viviendo.

2 comentarios:

jotaVe dijo...

Ampliar los umbrales no es más que una maravillosa técnica para seguir viviendo... o sobreviviendo.


Saludos!

Espera a la primavera, B... dijo...

Bueno, vivamos pues a campo abierto