viernes, 17 de mayo de 2013

Toda la realidad que soy capaz de no ver mientras duermo

Me muevo sigilosamente sobre las dunas de sus sábanas al compás de los acordes de un silencio cuyo ritmo sólo yo puedo oír, un latido con el que el mundo invoca la vida, esta vida no, sino la vida con mayúsculas, esa a la que aspiramos sin saber dónde se encuentra. Oigo el sonido del mundo, es un susurro casi inaudible, algo más que un sonido en sí. Es, en realidad, un escalofrío que tampoco despierta del todo, pero aún así sé que está ahí. Que está ahí y me habla. Quizá lo oiga porque lo escucho a través de su piel; si entorno los ojos y me concentro incluso puedo ver la micronésima parte de un destello de luz, de una galaxia que languidece una y otra vez sin resignarse a morir.

Mis pasos se pierden por la habitación, mis pisadas son huellas independientes que ya no me pertenecen y ya no son mías porque de alguna manera que no puedo entender están vivas, están siendo creadas mientras yo estoy dentro de su cama, como si un fantasma (mi fantasma) estuviera dando vueltas y las estuviera sembrando a su paso. Y aunque sé que no puede ser, miro el suelo absorto y veo las huellas bailar y buscarse entre ellas, como en una fiesta a la que han sido invitadas y donde desean conocer otras huellas anteriores a ellas o futuras.

Me abrazo fuerte a su cuerpo; es cálido como el trópico y huele un poco a incienso, me pregunto si serán los restos de alguna visita a la tienda india de la esquina o si es que su olor ya es ese y lo será para siempre, porque todos debemos oler a algo para ser alguien, quizá por eso a veces somos unos fantasmas para nosotros mismos: porque nos acostumbramos al aroma que desprendemos y perdemos la conciencia de que ahí, justo ahí, hay ese alguien que somos nosotros mismos.

Me pregunto si ella se habrá acostumbrado al mío y si ya soy para ella otro fantasma más que no conoce, si cuando vaya por la calle y yo esté a unos metros de distancia notará algo familiar sin reconocerlo del todo y pensará en mí. Reconozco que parte de mi vida la he depositado en la esperanza a que esto suceda, y aunque juraría que no, al hacerlo puede que haya renunciado a muchas más cosas, casi todas, a las que se cosen las etiquetas con las que marcamos aquello que nos ha de hacer felices.

Cuando llega la mañana y la noche deja de emitir ese sonido como de rueda de molino que hace la vía láctea al girar sobre sí misma, cuando el bullicio de los gorriones en los árboles y los primeros rayos de sol rasgan las nubes con sus tijeras de luz, abandono su cuerpo y momentáneamente la esperanza de que alguna vez todo esto tenga una versión con final abierto, donde los protagonistas se miran a los ojos y creen encontrar lo que andaban buscando, donde realmente empieza la historia que nunca nos cuentan porque se da por hecho que los protagonistas se realizan como seres humanos.

Donde lo invisible se vuelve visible, donde el infortunio deja paso a la abundancia, donde las cosas ya no importa cómo sucedan y hasta cuándo, en una paz agitada de eterna primavera, en un instante que no termina de acabar nunca.