jueves, 16 de agosto de 2012

No existe un lugar en el que se puedan esconder de nosotros


Bajamos por las escaleras de incendios hasta la calle. Justo cuando llegamos al suelo se enciende la luz de la habitación en la que estábamos. Al doblar la esquina me giro y llego a ver cómo nos ven escapar a través del cristal de la ventana. Subimos al coche y lo pongo en marcha. No conozco la ciudad pero intuyo que tiene que haber una salida principal que estarán vigilando y un puñado de carreteras secundarias a las que no llegarán a tiempo.

Recibo un mensaje en el teléfono que dice que no llegaremos muy lejos. Imagino que han podido hablar con el recepcionista y que éste de una forma amistosa les ha dejado ver la ficha de registro. Tenía que dejar mi número para que me llamaran si volvía María. Tengo la cabeza llena de pájaros, cada día me hago más viejo y dejo más cabos sueltos. Dudo que puedan rastrear el número pero por si acaso lo desconecto. 

Recorro las calles de la ciudad, los barrios altos, buscando un camino que lleve a una carretera que me deje al otro lado de las montañas. Imagino que no pensarán que iba a elegir salir por aquí, lo más lógico hubiera sido seguir el curso del río y abandonar el valle por la autopista, pero eso representaba demasiados riesgos que no quiero correr. Quizá hayan pensado que yo acabaría pensando como ellos y que buscaría la salida menos probable y tendrán un coche apostado más adelante con el que detenerme y darme caza. 

Le pido a María que saque la pistola de la guantera, le digo qué ha de hacer para sacarla de su escondrijo. María da un golpecito en el sitio correcto y se abre el cofre donde guardo la reliquia incorrupta del brazo de Thor. Me gustan las pistolas grandes y que hacen mucho ruido al tiempo que salpican trocitos de hueso. Hay algo dentro de mí que necesita toda esa hecatombe, el humo, los gritos, las balas. El bicho sonríe desde algún lugar dentro de mí, agazapado, llenando el tambor de su particular revólver y dice algo así como que hoy es un buen día para divertirse.

María mira por el retrovisor como si pudiera ver si nos siguen. Pero no puede, está orientado para que sólo yo pueda verlo. Conduzco con cuidado y sin hacer demasiado ruido. En las curvas más cerradas alguna rueda chirría. El viejo Mustang tiene los amortiguadores gastados y sus achaques pueden despertar a los lobos que pudieran estar acechándonos. 

Quince minutos después pasamos por la cima de la montaña y empezamos el descenso. Las luces de un coche salen de la nada y empiezan a seguirnos. Me pregunto si habrá cobertura en este paraje. Si no la hay aún tenemos una oportunidad. El coche se acerca más y más, cuando están muy cerca, poco antes de una curva cerrada, freno en seco y el otro coche, por la inercia se nos echa encima. Poco antes del impacto acelero para que el choque no sea tan fuerte para que me eche de la carretera y en el momento justo giro el volante con violencia y doy un giro de 180º. Pasan por nuestro lado sin tocarnos a una velocidad que esperaban disminuir al golpearnos. Salen disparados hacia el precipicio. Si no han llamado a sus jefes, estamos salvados.

El coche intenta una última maniobra pero cae igualmente. El sonido de unos golpes sordos, de árboles quebrándose desde dentro, dura unos segundos. Enderezo al viejo zorro y sigo carretera abajo, alejándome de toda la basura que guarda esa infame ciudad. María me mira con una mezcla de felicidad y espanto, me observa nerviosa y se agarra a la puerta para no perder el equilibrio en los vaivenes del asfalto. El bicho maldice mi habilidad al volante. Quería sangre y se ha tenido que conformar con ver unas luces rojas cayendo por un barranco. 

Cuando llegamos a la base del puerto de montaña aún podemos ver la luz de un faro del coche a través de la espesura. No creo que hayan sobrevivido a la caída, no creo que puedan llamar por teléfono. Pero no puedo arriesgarme. Acelero hasta que las líneas discontinuas se convierten en una sola. María sube los pies al asiento y se agarra las rodillas. 

- ¿Tienes frío? - le pregunto.
- Sí - me dice. 
- En el maletero hay una manta. Pararemos - le digo mientras me aparto de la carretera. 
Me bajo del coche y saco las llaves, no quiero correr riesgos. Saco la manta del maletero y la destiendo, abro su puerta y le cubro el cuerpo que, aún tiembla; lo hago con un cariño que ya se me hace demasiado extraño, como si en lugar de estar arropando a María estuviera arropando al Cris, como si en algún lugar recóndito aún tuviera la esperanza de recobrar la infancia de un pequeño de cinco años. Cierro la puerta y subo al coche. Pongo las llaves y le doy al contacto.
- ¿Por qué te has llevado las llaves? ¿no te fías de mí? - me pregunta.
Quisiera decirle que ahora mismo es la persona en quien más confío en el mundo, pero que todos tenemos miedos, todos cometemos estupideces, como creer que solos llegaremos a un lugar mejor que acompañados.

- No confío en nadie, María. Tú tampoco deberías hacerlo. Ni siquiera en mí, mi niña. No sé quién eres ni de qué trata todo esto, lo que sí sé es que esos hombres te buscan a ti y no mí. Y te quieren viva, de no ser por eso, los del coche se hubieran estrellado contra nosotros y nos hubieran empujado al precipicio ellos a nosotros. Creo que estaría bien que empezaras a contarme cosas. Por el bien de ambos. Aunque sospecho que tienes miedo que sí sé lo que hay detrás de ti, te abandonaré en cuanto pueda. Y puede que lo haga. Pero también te diré otra cosa: Yo tengo poco que perder y no me gusta la gente que envía a matones para coger a mujeres que se ve a la legua que no han hecho nada malo. 

María calla.

- Te vienes conmigo, y si en algún momento crees que estarás mejor sin mí, dímelo y cada uno irá por su lado, pero dímelo, no desaparezcas sin decir nada. Si lo haces entenderé que no te has ido por voluntad propia y te iré a buscar. Sea donde sea. - le digo.

A María se le escapa una lágrima pero se repone enseguida. Es una mujer fuerte que no sabe hasta cuándo puede aguantar sea lo que sea que esté pasando.

- ¿Sabes quién es Garr? - pregunta por fin.
- No -  miento. Garr, otra vez ese nombre, el mismo que figuraba en la ficha del coche que conducía la madre de Cris, el mismo nombre que salió en la conversación entre ella y el hombre de la silla de ruedas. 

- Garr es el dueño de todos nosotros - dice en un tono que mezcla rabia y resignación.

- Pues ya va siendo hora de que los esclavos rompan sus cadenas y asalten la hacienda.

No hay comentarios: