domingo, 17 de marzo de 2013

Noche de deseo



La musa se estremece cuando le digo que no voy a dejar que le pase nada. Si lo pienso bien, tiene cierta gracia que alguien como yo pueda prometer algo así; pero a veces uno sabe que la persona que tiene en frente sólo quiere tener la certeza de que no está sola en el mundo, de que entre tanta gente desconocida hay alguien que se preocupa por ella lo suficiente como para cogerla por los hombros, mirarla a los ojos y prometerle que vas a hacer de su vida un lugar del todo seguro. Todos necesitamos creer en algo, lo que sea, algo que con sólo pronunciarlo te caliente los huesos como si te echaran una manta por encima.

No sabría decir por qué prometo cosas que no sé si voy a saber cómo cumplirlas, quizá lo haga porque soy consciente de que es precisamente no estar solo lo que hace el mundo más seguro, que la presencia del otro es indispensable para que no te quedes en medio de la nada y no tengas a quien acudir. Quizá lo que sea una paradoja es que cuantos más somos encima de este planeta, más peligroso resulta y más solos estamos.

La abrazo hasta que entra en calor, sus huesos son fríos y frágiles; su cuerpo se vuelve tibio y acogedor a mi contacto, tal vez la seguridad sea esto: la tibieza cuando estás helado, una cabaña en medio del bosque donde nadie va a venir a buscarte, alguien que escuche lo que tienes que decir y una voz y una presencia que   te recuerde que puedes compartir aquello que tienes, los deseos, los gustos, las mentiras y las verdades, los silencios... a veces se necesitan silencios para saber que también hay veces que no hay nada que decir.

Nos vamos a la cama, esa misma cama que desprendía una humedad fría y que ha ido calentándose poco a poco hasta hacerse acogedora, la abrazo mientras llega el sueño, pero ninguno de los dos es capaz de dormir, la caminata por el bosque, de noche, nos ha activado todo el cuerpo. No pienso en la llamada de teléfono que he ido a hacer al pueblo, aunque decirlo sin que venga a cuento, me delata. No suelo mentir, a veces soy contradictorio, sólo eso, digo que no pienso en algo cuando debería decir que no quiero pensar en ello. Hago de la llamada una cometa y la suelto hasta que se ha ido lejos, muy lejos, sólo sostengo el hilo invisible que la ata, desaparece.

La agarro con fuerza, pienso que este año volveré a escribir o a acabar la novela, que la musa ha llegado para arrancarme palabras hasta que vuelvan a fluir desde donde están atrancadas. Pienso en ello mientras la tengo cogida por la cintura, y siento que si la aprieto más fuerte conseguiré que no se vaya nunca, pero cuando voy a hacerlo se da la vuelta y me mira fijamente a los ojos, como si esos segundos de vacilación fueran silencio, el silencio que se tienen dos cuerpos que se buscan pero no se entregan a las palabras que desgarran la carne ni se ahogan en la boca del otro, húmedas y calientes, suciamente bonitas, despiadadamente sinceras, palabras que no son palabras porque el deseo tiene un lenguaje hecho de caricias  y de manos que buscan a tientas acabar de una vez con la tentación, como su cuerpo lo es para mí, como mi cuerpo lo es para ella.

Porque todo lo que decimos y pensamos es una simple traducción para que nos entretengamos en no escuchar el verdadero sonido que hace nuestra alma cuando se juntan dos cuerpos que se quieren, porque todo en la vida se reduce a eso: el deseo.

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