martes, 8 de enero de 2013

Nada es lo que parece.



Llegamos a la cabaña del bosque después de atravesar la espesura. Ella iba delante con la linterna señalando el camino y, a veces, nos golpeábamos con las ramas bajas que no llegábamos a ver y que nos provocaban pequeñas contusiones y arañazos. La vereda era impracticable y supuse que no tenía miedo a perderse porque había hecho aquel trayecto miles de veces, que lo llevaba impregnado como un segundo olor corporal y supuse también que si fuera necesario lo podría recorrer hasta con los ojos vendados.

Al llegar al claro donde estaba la cabaña, la luz de una luna menguante y tal vez que me había acostumbrado a la oscuridad después de casi un cuarto de hora sólo viento la huella de la linterna, recortó la figura de la casita, me pareció más pequeña y fría, como una piedra volcánica hueca y ligera en medio de un campo yermo.

Entramos haciendo crujir las maderas del suelo del porche y un calor agradable nos acarició la cara. Habíamos dejado la chimenea ahogándose en sus propias brasas, pero contrariamente a lo que habíamos pensado, éstas habían aguantado más de lo que era de esperar y habían mantenido la temperatura de la estancia principal; fue como si nos hubiera salido a recibir un perro que ha pasado demasiado tiempo solo y se alegra de que vuelvas a casa, meneando el rabo.

No se podía decir lo mismo del dormitorio, que estaba totalmente helado. La musa encendió una lámpara en la mesita de noche y sonrió al verme en la puerta sin atreverme a entrar. Salió de la habitación y fue hasta la cocina, sacó un cazo y lo llenó de agua después de haberla dejado correr durante unos segundos. La acercó a la chimenea y la puso sobre las brasas después de haberlas atizado hasta sacar apenas unos puntos rojos de luz entre las cenizas. "Algo hará, pero si queremos no pasar demasiado frío tendremos que dormir juntitos", dijo haciéndome un guiño y volviendo a la habitación. Era la primera frase que pronunciaba desde que entramos en la vereda que atravesaba el bosque hasta la casa, pero no me había molestado para nada el silencio, es más, diría que habías sido un acto natural, como si los dos supiéramos qué debíamos hacer y hacia dónde dirigirnos siempre y cuando no nos distrajéramos con asuntos banales.

Sacó una bolsa para el agua caliente de goma, de esas antiguas que ponían las abuelas dentro de las sábanas para calentarse los pies en invierno. "¿A que tú no tienes una cómo ésta?" pregunto mostrádomela como quien exhibe un pez que acaba de pescar. "No, mis padres tenían, pero yo nunca he utilizado una de esas" dije.
"Normal, ya tienes los pies calientes de forma natural. Eres odioso. Nadie tiene los pies calientes por las noches, yo los tengo siempre hechos un cubito y daría lo que fuera para que tenerlos como tú.  Es por eso que te he traído conmigo. No te creas. Es la única razón" dijo sin mirarme y sin que yo apreciara un mínimo tono de ironía, algo que me llevó a dudar si decía la verdad y me indujo a preguntarme cuál sería la verdadera razón por la que me había llevado consigo.

Estaba claro que había estado muchas veces en aquella cabaña y que ir sola a cualquier parte no le resultaba un problema, así que pensé que después del golpe que le había dado al gigante hasta derribarlo había pensado que quizá, en algún momento de su huida, me necesitaría. Aunque, a decir verdad, yo guardaba la secreta esperanza de que los días que habíamos pasado antes del incidente había generado en ella un vínculo de solidaridad hacia mí, una suerte de compañerismo y de incipiente amistad, pero también recordé que apenas la conocía, y que lo poco que sabía era que su forma de vivir era poco dada a mantener este tipo de relaciones. Me dije a mí mismo que debía ser cauto y que, a pesar de que me caía bien, debía mantenerme alerta y prepararme para cualquier circunstancia, como por ejemplo, quedarme en medio de las montañas, solo y sin recursos.

Se puso un pijama de felpa que llevaba en la bolsa que hizo cuando salimos huyendo y me dio otro a mí. Me venía grande, demasiado grande, y de repente apareció, invisible, el fantasma de otro hombre en su vida, el que cabía sin holguras en ese pijama, y me asaltaron mil preguntas que, si bien ya me había hecho, no había considerado oportuno aclarar, quizá porque hacerlo suponía preguntarle a ella por sus circunstancias y, con ello, de alguna forma, sentía que rompía un pacto no escrito, algo que habíamos cerrado al cruzarnos las miradas en la calle incluso antes de que nos habláramos por primera vez, cuando ella era única y exclusivamente mi musa, un hada madrina punk de gabardina de charol negro, cuando sólo éramos dos desconocidos que se tienen vistos del barrio, en un presente continuo, ese algo que casi forma parte del mobiliario urbano y que echas de menos si un día no está o no hace lo que esperas que haga. Pero todos los pactos son revisables, todos tienen una fecha en el que no sirven para lo que se esperaba de ellos, y ese día, quizá había llegado. Al fin y al cabo ella sabía de la existencia de Elena y yo no sabía nada absolutamente de ella, quizá por eso era mi musa, porque podía ser cualquier cosa que yo deseara que fuera, pero en ese instante me enfrenté a la posibilidad de que hubiera un hombre en su vida, aparte del taxista que nos había llevado a la estación de autobuses y que no podía ser el dueño del pijama porque estaba casi tan delgado como yo y también le hubiera venido grande.

Entró con la bolsa de agua caliente en la mano y sonrió al verme enfundado en aquella especie de disparate hecho de tela. "Te va un poco grande" rió. "Era de mi hermano, ahora vive en Canadá" y sonrió pícara, como si supiera todo lo que me había estado preguntando mientras me enfrentaba al pijama. Lo dijo con demasiada naturalidad, tanta, que cabía la posibilidad de que fuera cierto o de que tuviera a ese hermano ausente como excusa para todo y estuviera acostumbrada a hacerlo presente para sortear esta clase de situaciones.

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