sábado, 15 de septiembre de 2012

Llega de nuevo el frío



Me deslizo por encima de las sábanas como un surfista que llega al verdadero fin del mundo, del mundo plano medieval aguantado por elefantes y que se tanto se parece a su cama. Me siento en el borde con los pies colgando en la orilla por donde caen los barcos hacia el abismo, pero yo sólo veo parket y mis pies lo sienten cuando me decido navegar lo desconocido.

Me doy la vuelta y la miro por si le ha despertado el maremoto de mi cuerpo abandonando el viscolástico que, al recuperar su forma, borra la huella que he dejado esta noche. Duerme o finge dormir, perdida en algo que ni ella misma recordará al despertar o demasiado consciente de lo que ocurre a su alrededor. Creo que duerme, su cuerpo no miente tan bien como su boca, su cuerpo está relajado como el de un jaguar tumbado y despreocupado.

Voy a tientas hasta la cocina, a oscuras por el pasillo, y entro en la cocina y cierro la puerta antes de encender la luz. Pongo leche a calentar, necesito algo caliente en el estómago, algo que me abrace desde dentro, no entiendo este frío que siento, sé que en la calle hace calor, que en la casa las ventanas están cerradas, es como si mi cuerpo no entendiera nada y fuera por su cuenta, como si algo dentro de mí hubiera puesto en marcha el motor invisible de una nevera. Me pregunto si esto será eso que llaman "quedarse helado", si esto tiene que ver con el estado de shock que no quise tener unas horas antes.

Ella sigue durmiendo, lo noto. Tengo la facultad de intuir si hay alguien en tensión en unos metros a la redonda. Siento su presencia, siento físicamente cuando alguien se aproxima, es como si desprendiese un campo electromagnético y algo dentro de mí lo detectase. Debo estar loco, debo ser uno de esos paranoicos que acaban juntando palabras al azar en el periódico hasta encontrar una conspiración oculta, mensajes en los cartones de leche en el super y que vive como si le fuera la vida en ello toda esa parafernalia desquiciada y delirante.

La leche está suficientemente caliente cuando apago el fuego y vierto el contenido de la cazuela en una taza en la que se lee "Asturias" y tiene una caricutura de una vaca con una flor en la boca. Bebo despacio y me sienta de maravilla, el cuerpo se calienta desde dentro, esófago abajo hasta llegar al estómago; mi cuerpo se relaja y se vuelve tibio como si me hubiera echado una manta por encima.

Me apoyo en la encimera y me pregunto con algo más de calma si será cierto lo que me ha contado su amiga esta tarde. No me gusta esa mujer, no me gusta que me haya confirmado lo que yo ya sospechaba desde hace tiempo. Sé que no debería importarme, al fin y al cabo nadie pertenece a nadie, pero me cansa volver otra vez a lo mismo, me cansa tener que volver a tener que marcharme una y otra vez, volver a sentirme como una muestra de colonia que la gastas porque te la han regalado en la perfumería aunque no te guste como huele.

Cuando mi cuerpo se calienta del todo vuelvo a la cama, y en cuanto me meto entre las sábanas ella se despierta y se sobresalta. "¿Te pasa algo?" pregunta. "No, me levanté al lavabo. Duérmete mi vida" y entonces pienso que debería haber aprovechado para ir al baño y en que ya no podré volver a utilizar esa excusa si no me queda más remedio que ir.

No vuelve a dormirse. Yo tampoco. Ambos sabemos por qué no nos dormimos pero no nos lo decimos. A ratos caigo en un sopor nervioso y ella hace lo mismo, por turnos, como si estuviéramos vigilando una puerta por la que de un momento a otro saldrá alguien al que debemos seguir y averiguar a dónde va y con quién se ve.

Por la mañana el despertador nos sirve de excusa. Ambos coincidimos en que hemos dormido mal y me pregunto si ella se pregunta si es el momento de decírmelo o si esperará a la noche, cuando volvamos del trabajo.

Nos llamamos dos veces durante el día, nos preguntamos cómo nos va, pero no nos decimos nada cariñoso. Me habla de forma automática, me cuenta no se qué de un compañero de trabajo al que están a punto de echar y que tiene dos niños pequeños. Le digo que el mundo es una mierda, que todo se está emponzoñando y que deberíamos hacer algo. Ella me dice que yo sólo pienso en lo malo y que lo único que podemos hacer es conservar nuestros empleos.

Por la tarde me acerco a visitar a un cliente en Montacada i Reixach y me cuenta que las cosas van cada vez peor, yo me hago el fuerte, le cuento lo de mi patente, me dice que yo tengo suerte. Le miento y le digo que sí, que tengo mucha suerte, a sabiendas que hoy termina otra etapa de mi vida.

De camino a su casa fantaseo con que gano el concurso de inventos del que soy finalista. En mi fantasía ella es ella y está cansada, se ha aburrido de esperar a que todo funcione, a que gane dinero, se desespera y me dice que no se puede vivir a la espera de que las cosas funcionen, me dice que me busque otro trabajo más, que no puedo vivir siempre soñando un golpe de suerte.

Y sé que tiene razón y que no sé hacer bien las cosas, me gustaría ser el hombre que había sido en el pasado, el que no necesitaba otra cosa que creer en sí mismo, pero ahora me he metido en algo más grande que yo y tengo miedo, miedo a que se me escape de las manos y miedo a que la carroza vuelva a convertirse en calabaza.

Cuando llego a la puerta de su casa me pregunto cuántas veces le habrá llamado él o si habrá sido ella quien le habrá llamado.

Entro en su casa con la llave que me dio hace casi un año y me dispongo a hacer lo que mejor sé hacer desde hace unos años a esta parte: encajar el golpe como pueda. Me pregunto cómo empezará el fin, si empezaremos a discutir por algo insignificante hasta que se haga una gran hoguera o si lo soltará como una bomba, si admitirá lo que cree que yo sé y se callará el resto o si omitirá del todo la existencia de eso que empieza entre el otro y ella.

Oigo abrir la puerta y el sonido de las llaves al caer en la cestita donde deja las cosas al llegar a casa. Nos cruzamos las miradas cuando llega a la sala donde tengo mi ordenador. No hace falta decir nada. Sus frialdad lo dice todo.

Yo disimulo, le paso el brazo por el hombro y le pregunto cómo le ha ido el día. Fría, ahora entiendo que me tuviera que levantar anoche a tomar leche caliente. Era ella.

En cierta forma me alegra que todo esto acabe.

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