viernes, 13 de marzo de 2009

La calma


Sobreviví a aquellos labios barnizados de besos y mentiras, sobrellevé con menos honor del que hubiera querido una guerra en la que cada tregua me traía la esperanza de que fuera la definitiva. Pero eran sólo eso: días de paz o más bien, días de no guerra. Durante esos días se paseaba por el piso de un lado para otro haciendo las tareas más triviales y a las que casi nunca antes atendía. Lavaba su ropa sucia, la que no quería que yo tocara, fregaba los platos, limpiaba el polvo, regaba sus plantas que de no ser por mí se hubieran secado hacía mucho tiempo. Las regaba con una paciencia y una devoción de monje, como si fueran lo mejor y lo más digno de su cariño que hubiera en el mundo. Al principio, aquellos oasis repentintos me desconcertaban. Entre otras cosas por que si su atención se centraba en hacer todos estos trabajos domésticos era porque no me prestaba ninguna atención a mí. Es decir, me sonreía cuando nos cruzábamos por el piso, con una sonrisa inocente y franca, me miraba a los ojos y su boca se tornaba en algo bello e inofensivo, pero pese a tanta afabilidad, apenas me dirigía la palabra, como si yo fuera un extraño con quien su educación le dictara ser amable. Como por arte de magia la casa se convertía en el rincón más silencioso del mundo y me sobrevenía la sorpresa de poder escuchar, de fondo, el rumor del tráfico en la calle y el tic tac del reloj colgado en la cocina. Esos días era capaz de prestar atención a los sonidos que el resto del tiempo se me hacían inaudibles. Aquel silencio estaba vivo y su corazón latía en el amortiguado traqueteo de la lavadora en la cocina o en el tintineo del vidrio de las botellas al chocar entre sí al abrir la nevera. En esos instantes era feliz. Probablemente era un sueño perseguido desde niño, dejar de oír a mis padres gritarse el uno al otro y huir de la tensión que supone que en una casa convivan dos enemigos que se odian encarnizadamente. Quizá sea que existe un tipo de personas a las que el ruido perturba más que a otras y yo soy una de esas. No lo sé. Sólo sé que aquellos días se iluminaban e inflaban en mi interior un optimismo sereno, una gran calma en la que algo dentro de mí, quién sabe qué, se sentía a salvo.
A medida que pasaba el día y la luz del sol se perdía por detrás del tejado y con el paso de las horas tras los edificios de alrededor, ella se iba volviendo más y más triste, como si aquella paz consigo misma la fuera devorando una manada de pensamientos feroces. Entonces me buscaba, venía hacia mí, me abrazaba sin decir nada, como cuando uno se envuelve en una manta para resguardarse de un frío que le ha calado hasta los huesos. Yo siempre tenía algo para ella, había estado preparando aquel momento, le contaba algo que le hacía sonreír, anécdotas de un barrio del que ella era una extraña, la chica misteriosa que vivía con el gigantón, la niña que guardaba la alegría detrás de aquella mirada pícara y dulce al mismo tiempo sin compartirla con nadie. Con el tiempo le pusimos motes a las vecinas y a los tenderos. Estoy seguro que nunca supo a ciencia cierta quien era quien ni si la fisonomía del frutero la confundía con la del encargado del supermercado. Pero me daba igual, yo le contaba las idas y venidas de los personajes inventándome la mitad de las cosas, tramando líos de faldas entre cincuentones aburridos, como en una noveleta de trama muy enrevesada y de la que sólo podía seguir el hilo interrumpiéndome para preguntar si la señora Celofán era la mujer del Bigotes o dónde trabajaba ahora después de haber traspasado la librería. A menudo se metía en la piel de algunos personajes. Decía "si yo fuera él, me iría del lado de esa harpía y me iría a hacer ese viaje a Egipto del que tanto habla" o "Si yo fuera ella no le haría sufrir tanto. Pobre, se ve la quiere". Era como contarle un cuento a un niño para que se durmiera. Era algo casi mágico, inmersos en aquella burbuja de tiempo, en aquel viejo piso, ella y yo, dos seres perdidos que sólo contaban de verdad el uno con el otro.
Cenábamos tranquilos, veíamos la televisión en el sofá. Si ese día coincidía con que yo tuviera que ir a trabajar esa noche llamaba para pedir que me cambiaran con otro. Si me decían que era imprescindible que fuera y no atendían a razones, me despedía de inmediato. Tenía muy claro qué era lo más importante y que nada ni nadie me separaría de ella en esos momentos. Ya de noche nos íbamos a la cama y nos acariciábamos dulcemente, nos buscábamos el cuerpo de una forma tranquila al principio para acabar sucumbiendo a una pasión sobre la que ese día se había pactado un acuerdo tácito de no hacernos daño, de respetar al otro. Aquella noche era distinta al resto de todas las noches y acabábamos durmiendo abrazados. Yo tenía el permiso de quererla y ella se dejaba querer. Supongo que la percepción que tenía de ella es que ella era así, que su esencia era aquel ser dulce y callado y que sus accesos de mal humor y sus desprecios eran, en realidad, un mal momento. Lo cierto es que por cada día que vivimos instalados en la calma habitábamos cien en una lucha cuerpo a cuerpo agotadora y humillante. Pero yo me aferré a esos días para poder seguir queriéndola, tenía la certeza que ella era aquel cuerpo que, debajo de las sábanas, amaba a aquel otro cuerpo que era yo. Uno desarrolla creencias para justificar ciertas decisiones que se tomarían a la cruda vista de los hechos. Ella sólo demostraba quererme a su lado esos días. Y mí, con esos pocos días, me bastaba.

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