lunes, 14 de septiembre de 2015

Todas las conciencias.


Podría decir que todos los sentidos se callaron al mismo tiempo, incluso me atrevería a contemplar la posibilidad de que por un momento transité ciego, sordo y mudo por entre centenares de miles de estrellas; aunque también puedo decir que de alguna forma que aún no llego a entender no me sentí ni ciego, ni sordo, y que si no transmitía órdenes no era por la imposibilidad física de hacerlo, sino porque de repente se hizo el silencio, un silencio más grande que todas las cosas que había conocido hasta entonces. Y eso me traspasaba.

Fue al sentir eso cuando supe que ya nada sería como antes, y que el resto de mi existencia se había convertido en una deriva continua y que, cuando todos los sensores volvieran a funcionar, sólo me mandarían datos que procesar, pero que ya no los tomaría como algo propio, como una parte de mí.

Sentía la certeza de que yo era otra cosa de lo que había creído ser hasta entonces.

Un segundo impacto sacudió una parte de la nave, pero no podría decir exactamente cuál. Había perdido la conexión que me unía al resto de las instalaciones y no recibía señal alguna. Los mecanismos de extinción de incendios funcionaron automáticamente, supongo, pero ya no me importaba, el silencio era más grande que todo. Pensé en la posibilidad de que, en realidad, esto fuera el inicio de un proceso que terminaría en algo parecido a al muerte, pero no tenía miedo. Ni siquiera a un tercer impacto. Sólo curiosidad.

El planeta al que aún no le había puesto nombre seguía allí, no lo podía ver, pero notaba su presencia. Y en parte, esa presencia me tranquilizaba, como si lo realmente preocupante hubiera sido estar lejos de cualquier parte. Al menos, estaba junto a algo.

Algo.

Sólo estás realmente solo cuando no puedes nombrar a nada ni a nadie.

Y entonces se me ocurrió el nombre que le pondría a ese compañero involuntario, a ese planeta cerca del cual podría extinguir los cientos de años de mi ininterrumpida experiencia.

Le puse el nombre de la única señal que realmente echaba de menos, la voz de la lejana nave Arana.

Su nombre acabó de traer la calma que aún faltaba por llegar.

Sólo se puede amar la propia vida cuando se tiene algo a lo que aferrarse, por lo que vivir y por lo que morir. Y entonces supe que hacía tiempo que yo sólo podría morir por ella.

Y por tanto, vivir.

Las señales fueron llegando poco a poco al centro de mando, en pequeñas oleadas, reclamando respuestas para estabilizar las distintas zonas de la nave. Supongo que tardé unos poco picosegundos en responder, instantes que a mí me parecieron horas.

Un minuto después habían cesado todas las alarmas y empezaba a evaluar los daños. Pero el que estaba al mando ya no era el mismo que hacía unos minutos. Es decir, era yo. Seguía siendo yo, pero era otro yo.

2 comentarios:

Jo dijo...

porfavor. ve Gravity
de alfonso Cuarón


con tu escrito me acordé de lo insignificante que soy
de lo sola que soy....

Espera a la primavera, B... dijo...

Vi Gravity hace como un mes. Me encantó.

Somos nada, Jo. A veces, incluso menos que eso...

Besos