miércoles, 20 de agosto de 2014

Un lugar y un tiempo en el mundo en el que quedarse anclado y esperar a que pase la tormenta.


Me dice que intuye que las cosas van a ir a mejor, que una voz dentro de ella que nunca se equivoca se lo ha dicho en sueños. Y me sonríe con un sonrisa tan frágil como una hoja seca en un cálido día de finales de verano, cuando sabes que todo lo que queda por venir no es más que una prórroga de algo que ya ha pasado.

Asiento con la cabeza sin apartar la vista de la carretera y cuando la miro, unos segundos después, la sorprendo mirándome fijamente las manos. Me gustan tus manos, me dice. Son manos fuertes, a las mujeres nos gustan las manos así, manos en las que puedes confiar, que en cualquier momento pueden agarrarte y sacarte de allí donde estés.

Me pregunto cuántas mujeres habrán escuchado antes esas frases dichas por ellas mismas que las palabras que salían del poseedor de unas manos así. La vista le hace sordo a uno. Cuántas veces me habré visto poseído por una cara bonita cuando todo lo que me decía indicaba que el resto de la persona no era de fiar, y aun así seguí engañándome hasta que no hubo remedio.

La gente es así: quiere creer. Necesita creer. No importa en qué, cualquier excusa basta y sobra.

Seguimos por la carretera hasta llegar a una señal que indica el desvío hacia un hostal un kilómetro dentro de un bosque de encinas. No sé por qué, pero en ese momento recuerdo otro bosque de encinas y otra compañía, un niño en el asiento de atrás y un fin de semana de hace muchos años. Me gustaría poder vivir en un presente sin lagunas de recuerdos que desborden cuando menos me lo espero. Siento cierta nostálgica alegría por poder recordar aquellos días y al mismo tiempo una profunda tristeza por todo aquello que uno pierde por el camino. Si he de ser sincero, pienso que nunca volví a tener algo por lo que mereciera la pena seguir luchando, no desde la época que evoca este bosque de encinas. Supongo que la decadencia es eso, tener un punto de felicidad y bienestar de no retorno, un tiempo y un lugar al que sabes que no vas a poder volver nunca.

El camino se vuelve de tierra y las ruedas hacen crepitar las ramas secas y las pocas hojas que aplastan las ruedas. Los neumáticos absorben con dignidad las diminutas piedras que saltan a nuestro paso y el aire se llena de olor a polvo y a frondosidad; la temperatura baja un par de grados, el sol apenas pasa a través de la tela de araña de hojas y ramas.

S. apaga la radio y baja la ventanilla. Dice que necesita sentir la fuerza del bosque, que de alguna forma que no entiende la recarga de energía; y yo le sonrío porque no sé qué hacer cuando alguien me dice cosas que sólo uno mismo puede comprender. Supongo que es mi manera de decir que lo entiendo.

En cinco minutos llegamos a un claro del bosque y al hostal donde deberíamos escondernos unos días.

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