sábado, 6 de octubre de 2012

Luz occipital


Quizá fue la luz que se escapaba por debajo de la puerta del cielo o puede que tal vez que la tarde se hundía lentamente en una laguna oscura como la noche, pero el caso es que sonaban campanillas no muy lejos y tú y yo nos besamos por primera y última vez. A veces, cuando viajo en coche y viajo hacia el oeste, y el sol se pone, y las nubes se vuelve manchas de mermelada de naranja y luego se convierten en compota de moras; antes de que la luz se vuelva esa otra cosa que no es luz, recuerdo que yo no pedí que las cosas acabaran así, ni tú tan lejos ni yo tan echándote de menos.

Ha pasado mucho tiempo. Sólo las puestas de sol siguen siendo lo mismo. Yo me fui haciendo viejo porque uno se apaga de esperar. Apenas hace unos meses empecé a asumir que no volvería a verte, quizá esperé demasiados años, quizá debí emprender otra nueva vida para que mi estrella brillara en el cielo. O quizá debí dejarlo todo y presentarme en la puerta de tu piso de la ciudad que nunca duerme.

Supongo que me hubiera llevado una desilusión. Porque tú naciste para la felicidad o para no dejarte arrastrar por las sombras, y no tardaste tanto en encontrar lo mismo que aquí pero todo nuevo.


Y no sabría decirte si hubiera podido soportarlo, quizá lo hubiera hecho y te me habría arrancado para siempre. Pero eso ahora ya no importa. Pero no puedo evitar pensar de vez en cuando que la luz se perdió una vez mientras estábamos juntos. Y que cada vez que ocurre, algo de mí siente una molestia en una parte de mi cuerpo, como esas fracturas de huesos que duelen cuando se acerca la lluvia; como si algo irrompible se me hubiera roto dentro.

1 comentario:

Genética Inexacta dijo...

Es que los recuerdos duelen, sobre todo los recuerdos bonitos que ya no se viven.
¿Qué decir? Que paso, te leo, me siento un rato a tu lado, te sonrío y despues me vuelvo a casa a esperar que escribas más.

Abrazos de algodón