miércoles, 3 de octubre de 2012

El último país de los gatos



Entonces ella dijo algo que no supo muy bien si era algo que pensaba o una frase que siempre solía decir cuando no sabía muy bien qué decir, algo así como quien estampa una firma en un documento sin leerlo; una firma; una de esas frases que se han dicho una docena de veces a interlocutores distintos y que siempre queda la duda de si no se ha formulado ante la misma persona dos o más veces. Pero esa vez era distinta, porque sintió algo que sospechaba desde hacía tiempo: que todo su lenguaje estaba vacío. Todo lo que decía estaba formado por pedazos de una lengua aprendida a lo largo de los años, y a la que le faltaba la impronta de decir algo por primera vez, de que lo que salía por su boca era algo único construido al mismo tiempo que lo pensaba, y sobre todo, que lo sentía.

Bajó las escaleras hasta el coche, Alfredo la estaba esperando mientras hablaba por el manos libres de su Mercedes impoluto, tapicería gris claro y cristales de azul cielo. Hablaba con alguien de no sabía muy bien qué material que tenía que llegar de Japón. A ella Japón se le antojó muy, muy lejos, sin embargo vio y sintió como algo cercano las calles de una película que había visto hacía unos años, y que transcurría en Tokio, con una nitidez extraordinaria; y sintió en la punta de la nariz el frío de la tarde al caer sobre el cemento húmedo de la calle flanqueada por árboles delgados y desnudos. Sintió más real evocar aquella imagen que el interior del coche y el peso de los labios de Alfredo sobre los suyos. Y pensó que qué tontería, que ya se le pasaría, y prefirió los monosílabos y el silencio a contarle a Alfredo cualquier cosa que le hubiera sucedido durante el día, y ni mucho menos contarle algo del vacío que sentía.

Llegaron a casa. La niñera había hecho la cena y había acostado a la niña. Después de cambiarse de ropa, y ya en la cocina, una al lado de la otra, a pesar de que llevaba dos años conviviendo con aquella mujer, pensó que no la conocía en absoluto, que era otra caja vacía sin una sola grieta por la que mirar en su interior. Notó que siempre acababa con un "gracias Rita" casi todas las frases que intercambiaban, pero que en cuanto podía trataba de evitarla cambiando de habitación.

La niña dormía en la habitación contigua a la suya, le gustaba verla dormir porque los niños duermen totalmente abandonados, libres de cualquier tensión. Verla la relajaba, o en cualquier caso, la transportaba a un lugar a donde no necesitaba pensar, un lugar donde nadie vendría a romper el silencio. Desde casi el principio de tener a la niña, le parecía mentira que aquella vida fuera, en realidad, una vida aparte. A veces sentía que la niña era una parte de su cuerpo que se había escindido, como si le hubieran quitado un tumor y todos, sin contar con la opinión de la madre, hubieran acordado que aquel pedazo de carte era otro ser vivo. No la quería. Sentía algo parecido al cariño pero imaginaba que si de repente la niña le faltara no tardaría demasiado a acostumbrarse a su ausencia.

Alfredo salió de la ducha y cenaron, ella repasó la agenda para el día siguiente y él vio una entrevista en la televisión. Para cuando se fue a la cama, ella ya hacía tiempo que daba vueltas bajo las sábanas. Se hizo la dormida, como si fuera un animal y se escondiera entre la maleza para que su depredador no lo descubriera y pasara de largo. Él no hizo ningún gesto de acercamiento, no le preguntó si dormía, se deslizó entre las sábanas absorto en sus pensamientos y se durmió.

A eso de las tres de la mañana ella se levantó, salió del dormitorio y se fue a otra habitación que, como la suya, también daba al jardín. La gata del vecino había saltado a este lado de la verja y no podía hacer el camino inverso, el animalito no paraba de maullar pidiendo ayuda, sintiéndose extraño en un lugar que no conocía y con la imposibilidad de volver a su hogar. Ella pensó que si pudiera describir cómo se había sentido durante todo el día diría que el maullido de la gata era lo más parecido.

En el silencio de la noche, el maullido lastimero de la gata era atronador. No se oía nada más en todo el barrio. Aquello empezó a hacerle sentirse nerviosa y a pensar que debía hacer algo para aliviar tanto desconsuelo. Pero ¿y sí la gata, la arañaba o mordía al acercársele presa del miedo? Al fin y al cabo no la conocía y podría pensar que la estaba acorralando para hacerle daño. Titubeó. Quizá lo mejor era dejar que siguiera así hasta que se resignara y buscara otra salida, o se durmiera para coger fuerzas; tal vez lo mejor era dejar que siguiera maullando hasta que alguien con menos miedo a los gatos hiciera algo.

Como si alguien estuviera leyendo su pensamiento la cabeza del vecino apareció por encima del muro llamando cariñosamente a la gata " Shhhh, Penélope". Ella se alegró de verle aparecer para solucionar el problema, pero sobre todo, le alegró ver a alguien que hacía algo impulsado por un sentimiento de solidaridad y cariño hacia algo o alguien. Y se sorprendió diciéndose "ya que yo soy incapaz de sentir nada por nadie, por lo menos hay alguien que sí". Vio a la gata mirar hacia arriba y al ver a su amo, redoblar la intensidad de su maullido, y al vecino sonreír a la gata y prometerle que enseguida iba a buscarla.

El vecino se subió al murete que separaba los dos jardines y saltó al cuidado césped que el jardinero, bien aleccionado por Alfredo, cortaba cada semana, cogió con las dos manos a la gata, se la acercó a la cara y la frotó contra ella. La gata dejó de maullar. La subió hasta la parte superior de la pared que acababa de saltar y la dejó allí, tras un momento de duda, el animal saltó hasta su jardín dejando solo al hombre en un lugar que no era el suyo, con esa ingratitud natural que tienen los niños y los animales de no esperar a que tú estés a salvo. Al ver al chico allí, ella sintió que ahora quien estaba solo y sin poder volver a casa era él. El muro le pareció demasiado alto para que él pudiera escalarlo y volver a su casa. El hombre no era lo que se dice demasiado alto, más bien era algo bajo de estatura, bastante más que Alfredo y unos centímetros más que ella.

El vecino cogió carrerilla sobre el césped y con una agilidad inesperada, agarrándose al muro con una manos no demasiado grandes, se encaramó al borde de la pared y se quedó sentado con una pierna a cada lado del muro, de cara hacia la casa. Fue entonces cuando sus miradas se cruzaron. Él, al sentirse descubierto le sonrió de una forma franca y sin un ápice de disculpa por allanar su propiedad. Ella no supo muy bien qué hacer. No había aprendido ninguna frase, ningún pensamiento, ningún gesto que respondiera a aquella falta de culpabilidad por parte de un delito tan evidente. El cuerpo se le ahuecó un poco más, vació del todo sus pulmones y tomó aire de nuevo, como si al hacerlo tuviera la esperanza de poder ser otra persona nueva capaz de entender aquella sonrisa.

Él saltó hacia su hogar después de decirle adiós con la mano. Y ella volvió al dormitorio con una pregunta nueva y con una esperanza sin saber muy bien en qué. Pensó en el vecino y en que era la primera vez que tenía la sensación que lo veía de verdad, es decir, que no era alguien etiquetado como vecino, sino que era alguien de carne y huesos que tenía cuidado de su gata, que sonreía con una sinceridad arrolladora y que no era propenso a sentirse culpable. Se preguntó si para él también era la vecina o si era capaz de mirarla desde el punto de vista desde el que ella lo veía ahora. Y se dijo que si fuera así, ella podría preguntarle quién era ella y él le respondería algo mucho más cerca de la realidad de lo que ella podría responderse a sí misma.

Se durmió después de darle muchas vueltas y se dijo que al día siguiente le haría una visita a su vecino, aunque fuera sólo para saber cómo se llamaba, para saber cómo estaba la gata, y para averiguar qué había detrás de todas las miradas francas o del amor verdadero hacia los animales.




3 comentarios:

Darío dijo...

Me encantó. Creo que es una buena forma de empezar a conocer a un vecino, de empezar a entender que hay gente del otro lado de las paredes.
Un abrazo.

Anónimo dijo...

Miau. Ya te extrañaba...

Besos abstractos

Valeria dijo...

La rutina puede llevarnos a perdernos es una vida vacia, carente de sentido en que ni siquiera nosotros mismo somos capaces de reconocernos y por ello nos asimos de lo primero que nos de una ligera esperanza de romperla. Saludos.