jueves, 7 de noviembre de 2019

Como los niños


Cuando Manuel vio a Carmen por primera vez bajando por la calle vestida de primavera y el flequillo recogido a un lado, se le paró el corazón durante unos segundos. Supo entonces lo que era el amor, porque desde ese mismo instante ya no pudo pensar en nadie más que en aquella niña del vestido de florecitas amarillas.

Ya nunca nadie le hizo sentir nada igual. Podría decirse que, de alguna forma, quedó traumatizado por aquel golpe de belleza. Tenía seis años y ella dos más que él. Al pasar, Carmen le sonrió con la condescendencia con la que los niños miran a otros a los que aún consideran bebés, fue una mirada de qué niño más mono y el pobre ahí, con la boca abierta.

Años más tarde, cuando delante del cura que los iba a casar, recordó a aquel niño intensamente rubio y lo reconoció delante de ella, colocándole el anillo en el dedo. Manuel la miraba desde un lugar muy adentro de él a un lugar muy profundo de ella, como si alguien estuviera mirando, no a ella, sino a aquella niña que, por primera vez la dejaban ir sola a comprar algo a la tienda de dos calles más abajo de la suya.

Y al reconocerlo, sintió más ganas de quererlo, porque pensó que no hay nada más bello que la determinación de un niño por querer a alguien  y que ese querer venciera el transcurrir de los años, el sol y de lluvia, los días y semanas ensayando una frase para decirle cuando la volviera a ver y volverla a ver y no saber qué decirle, y luego el primer beso, de verdad el primero.

Y las mariposas en el estómago y la fiebre del deseo.

Y las noches en vela.

Y los días, demasiados días sin saber si al otro lado del universo, ella sentía algo parecido.


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