lunes, 30 de noviembre de 2015

Los subterfugios del amor y otros cachivaches inservibles. Al final, toda excusa es, en realidad, una táctica creada con la esperanza de que fracase.



Podría decir que quería ser cómo él. Y creo que mentiría sólo a medias. Un escritor de éxito, de novela negra, una de esas que empecé a escribir justo antes de que la novela negra se pusiera de moda. Sé que no voy a volver atrás para acabar algo que no tiene demasiado sentido porque no creo que sea el mismo de antes, ni las calles son las mismas, porque las calles son distintas en función de la gente que pasa por ellas, y algunos no volverán a pasar nunca y otros nuevos se han añadido a la lista de viandantes frecuentes. Hay nuevos vecinos que cocinan con distintas especies, salen de casa con ropas más a la moda... a veces el ayuntamiento también pone de su parte, pocas, para ahorrar dicen, gastan ahora para ahorrar más adelante. Me pregunto cuántas cosas se cambian sin que se hayan amortizado antes. Supongo que depende de quien se beneficie.

Por eso no escribiré lo mismo, porque la historia pertenece a otro que no soy yo. Ya no. Ahora soy otro, quizá con más miedo a hacerme viejo y que la vida haya pasado sin darme cuenta, sin tanto fondo físico, con más fastidio ante unas escaleras, con más cuidado con ciertas especies y algunas comidas, con la piel menos tensa, con el sentido del olfato más acostumbrado a todo, sin esa capacidad de sorpresa y con la sensación de que nada de eso pasó, porque uno nunca es consciente de lo que incorpora ni de lo que se va. No al menos de los pequeños cambios. Uno se va poco a poco y lo sustituye otro.

Tan lentamente que no se le puede llamar cambio y por falta de pruebas lo acabamos llamando evolución. Algo que no plantea discusión y que además es positivo porque al mismo tiempo que perdemos, vamos ganando una conciencia más reflexiva, y ese otro nuevo también es más listo respecto a algunas cosas. No sé si muchas, pero sí las suficientes para autoconvencerse de que el cambio (evolución) es para bien.


lunes, 23 de noviembre de 2015

Frío (2ª parte)



Llegó el frío

Y llegó, de nuevo, el veintitrés de noviembre. Que nunca quiso decir mucho, es más, con el tiempo se ha convertido sólo en un día más.

Con el paso de los días, todo se diluye hasta casi desaparecer.

Supongo que es lo mejor.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Siempre queda nada


Todas las historias terminan igual. Siempre parecen diferentes, pero en realidad, están cortadas por el mismo patrón. Todo acaba en una rendición. Alguien se rinde tarde o temprano, alguien deja de creer, y cuando alguien deja de creer, deja de tener sentido sea lo que sea que hubiera.

Todas las historias terminan porque no hay nadie que las quiera seguir escribiendo, ni leyendo, ni habitando.

Aunque nadie las haya empezado, aunque sólo hayan sucedido como sucede la lluvia: por que debe llover de vez en cuando, porque el mundo está programado para que el cielo moje el suelo.

Hace días que le doy vueltas a lo de escribir la novela. Lo que no sé es a qué obedece ese deseo repentino. A veces pienso que este tiempo de resituarme, en realidad, ha sido como una burbuja de tiempo en la que no he vivido del todo. De hecho, a veces pienso que no vivo al cien por cien, sino un cómodo setenta por ciento...

... como si fuera a vivir eternamente.

Dicen que la crisis de los cuarenta llega el día en el que te das cuenta que eres mortal, que el fin se acerca poco a poco, de forma inexorable.

Supongo que escribir esa novela es mi crisis de la mitad de la vida.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

A veces somos aquello que perdemos, somos los que quieren recuperar, cuando deberían ser los que pasan página.

Hace tiempo que busco la forma de escribir algo con sentido, pero no me sale. Llevo días con esa sensación de que el otoño ha traído algo así como una espuma que lo envuelve todo, que lo hace menos palpable, menos audíble. No puedo decir más. También las palabras están metidas entre todo eso.

Me gustaría creer que es algo pasajero.

Estos días duermo poco, y pienso. Creo que debería pensar en dejar de pensar.

Porque siempre que le doy rienda suelta a ese que me habita y habla para sí vuelvo al mismo lugar y al mismo día.

A la misma hora.



Y mientras tanto, vi esta película acabándose una noche. Sólo ví la escena del café y la última... no voy a desvelar el final.

En español, el título es "La vida de Adele".

Creo que hace años que me siento como Adele en las últimas escenas de la película.



Me siento fuera de lugar, tratando de fingir que no pasa nada.

Tratando de olvidar cuando me voy a dormir lo que inmediatamente recordaré en cuanto despierte.

Me gustaría haber apostado por ser escritor y no lo que he acabado siendo.

No me creo mi propio papel.

Pero ¿qué importa? No tengo motivos para quejarme.

He podido ser lo que hubiera querido ser.

Y eso es algo que muchos no pueden decir.

viernes, 6 de noviembre de 2015

América



América era una locura, un dulce olor a azaleas, un océano de edificios, una carretera infinita bordeando salvajemente la costa, una road movie de moteles baratos y redwoods intentando alcanzar el cielo, Los Ángeles, Carmel, San José, San Francisco...

Y Bandini en Bunker Hill saliendo por la ventana del sexto piso a la calle, Y Grand Street. Y Olive Street. Y Camila López despreciando a Bandini en la terraza del Figueroa Hotel, tan años treinta, tan fuera de lugar y tan susurrándole al polvo. Cumplí mi sueño. Podría cerrar este blog y si mi alma fuese de esas que se mueven en círculos se habría cerrado uno de esos que duran diez años.

Y la biblioteca pública de Los Ángeles

Y San Simeón y Carmel entre copas.

Y Clint Eastwood.

Y Silicon Valley y el Biocube.

Y el Golden Gate. Y el Fisherman´s wharf. Y las cuestas de diez metros rompiendo como olas surfeadas por tranvías contra casas de ensueño. Llovía. Alcatraz entre la bruma, me reconocieron por los zapatos, sabían que venía de la vieja Europa.

Sé que volveré a San Francisco.





 México era un batallón irlandés que se pasó del bando equivocado al de los que saben que la muerte es sólo un trámite hacia la leyenda, que sin ser ni irlandés ni mexicano, ya es casi mía. Porque uno siempre se hace del bando de los que odian el destino al que están destinados.

Y conocí a la sirena con reflejos de luna en escamas de voz. Era como la había imaginado, y lo supe: que en otra vida fuimos contadores de historias, que fuimos el sur de un norte, peregrinos, buscadores, que fuimos lo que no nos atrevemos a ser porque nos pesan, dulces, los afectos.

 Y los danzantes y almas viejas y katrinas y Sant Jordi.

Y el metzcal con limón y sal roja como chile.

Y el gran hombre y la gran dama y el palacio de las formas donde me sentí tan a gusto que un ángel se me posó en las rodillas mientras comía.

Y el síndrome de Stendahl en el Museo Nacional de Antropología, donde me quedé sin habla, abrumado por tanto.

Y la despedida sin destino.

Porque hay lugares de los que uno parte sin que su cuerpo quiera irse.

Y un concierto de gaitas irlandesas el día de los muertos. Héroes del cuarenta y siete.

Y pirámides enterradas en el cielo.

Me faltaron palabras, me despidieron las luces de Distrito Federal, ese océano de luciérnagas donde se me quedó algo que aún no tiene nombre y que acabará por brotarme, lleno de vida, en alguna página perdida entre las muchas que me habitarán para siempre.

No sé si uno se puede enamorar de unas coordenadas en un mapa, pero fue lo más parecido a soñar que se sigue soñando.



 Me quedé con las ganas de pasear por Garibaldi