domingo, 21 de septiembre de 2008

El silencio del fondo del mar


Se fue la sirena rebozada de arena, se le acababa el sueño del aire y el suelo, debía estar en casa de su padre a las doce y parecía muy seria mientras lo decía. Dijo adiós con la mano y dejó un rastro de purpurina en mis manos (yo le abracé por su cintura de escamas, fría como el resto de su cuerpo). Se fue diciendo que regresaría, se fue haciendo un sonido opaco al chapotear con su cola en el agua. Fue la última vez que la ví, de eso hará doscientos años. Fue un intercambio justo. Ella quería conocer el amor y yo quería la inmortalidad. Los dos podíamos darnos el uno al otro lo que tanto ansíabamos. Nos dimos un beso que sellara el pacto y cumplimos nuestras respectivas promesas. Luego se fue. La esperé pero después de un tiempo decidí que debía seguir con mi vida y retomarla donde la había dejado. Fue fácil, la vida trasncurre incluso cuando tú no estás y puedes montarte en ella en cualquier parada. Yo me subí en Jaume I y me senté en un vagón abarrotado, pensando en la sirena hasta que el murmullo de las cosas fue apagando su recuerdo. Al cabo de un tiempo empecé a notar una molestia en el pecho. No era un dolor, era otra cosa mucho menos intensa, era como una bolsa de aire. Fui al médico, me recetó tranquilidad de las de a 5 miligramos. Yo le dí las gracias. La tranquilidad me llevó a la nostalgia y la nostalgia me trajo el recuerdo de la sirena y entonces me di cuenta que sin el amor que le había dado la inmortalidad no me servía de nada. Me pregunto si a ella le aquejará el mismo mal de las profundidades y si mi amor le compensará una eternidad sin el sueño del aire y de las nubes.

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