miércoles, 24 de septiembre de 2008

el golpe

Fue entonces cuando me dí cuenta de que Sansón había desaparecido. Pensé que al terminar el espectáculo me dedicaría una de sus miraditas, pero no estaba donde lo había visto por última vez y, en ese instante su ausencia se convirtió en un hueco frío a mi lado, en ese momento me sentí solo, como si la presencia de un enemigo concreto conjurara el miedo a estar solo en medio de la incertidumbre. De repente, pasé de dominar mi situación a sentirme inquieto acerca de lo siguiente que fuera a pasar. Sansón era mi guía en aquella fiesta, junto a él sabía que mi sitio estaba al lado de los que jugaban en casa.
L.B. empezó a dar vueltas alrededor de la silla de nuevo repitiendo el mismo ceremonial que antes de elegir al aspirante a miembro del club. Esta vez no me miró. Esta vez sabía exactamente lo que tenía que hacer. Le tendió el látigo en un gesto de invitación a un hombre de antifaz rojo. El único antifaz rojo de toda la fiesta: el hijo de J... Éste declinó la oferta. Ella insistió y volvió a decir que no. L.B. se le acercó y le dijo algo al oído. El hijo de J... se tambaleó, dudó y decició salir al centro del escenario, a la luz, para que todos lo vieran. L.B. repitió el ritual y lo esposó y lo ató. En ese momento, L.B. le quitó la máscara dejándole la cara al descubierto. El hijo de J... no se lo esperaba y se quedó convertido en estatua de sal. No creo que haya algo más humillante que te dejen con la cara al aire expuesta para que todos puedan verla, como un animal exótico o deforme en el centro de una pista de circo. Aquello le duró poco. Es más, podría decirse que fue el momento más plácido de lo que le quedaba por vivir esa noche. De la oscuridad apareció un engendro bestial, un hombre vestido con pantalones de cuero negros, botas militares y con una mácara negra, como un pasamontañas de cueron negro también. Llegó deprisa, apartando a la gente a un lado y aotro. Llevaba una maza en las manos. Cogió impulso y arremetió contra la cara del hijo de J..., que lo vio venir como el que ve que se le viene encima un camión que ha perdido los frenos. No pudo ni gritar, el grito se quedó en alguna parte entre su pecho y su garganta. El choque fue terrible, como aplastar una mosca contra la pared, los huesos de la cara estallaron en pedazos más pequeños que una mota de polvo. He visto cosas horribles, he visto a mucha gente morir pero nunca había visto nada igual. El cerebro aplastado del hijo de J... no debió de poder procesar la información de lo que sus ojos le decían que se le venía encima o sí lo hizo pero la descartó porque era imposible pensar en un impacto así hecho por otro ser humano a alguien indefenso. La piel de la cara hizo que los huesos no salieran disparados en todas direcciones. Los contuvo. Lo que no pudo contener fue la riada de sangre que siguió al golpe, fue como si se desbordara una presa, como si los huesos fueran el muro que no permitiera a la sangre correr a sus anchas. El verdugo se quedó quieto delante de su víctima, impasible. Entonces volvió la cabeza hacia donde yo estaba y me sonrió. Sansón, sin dejar de mirarme, le entregó la maza a L.B. cuyo rostro reflejaba una mezcla de asco y de incredulidad. Alguien, entre los presentes se demayó haciendo un ruido sordo al impactar contra el suelo. El hijo de J... respiraba como un pez, con los ojos muy abiertos, lanzando bocanadas con las que atrapar todo el oxígeno que que le faltaba a sus pulmones, con la cabeza echada hacia atrás y luego hacia adelante.
Ví a J... junto a Garr, mirando a su hijo sin poder reaccionar. Todo había pasado demasiado deprisa. Le fallaron las piernas al ir hacia el muchacho. Ni siquiera miró a Garr, no creo que en ese momento se diera cuenta de lo que había pasado y quién lo había ordenado. Sólo avanzó unos pasos y cayó de rodillas, quiso levantarse y apenas pudo. Sólo sabía que su hijo estaba moribundo

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