viernes, 14 de diciembre de 2012

Un lugar en el bosque donde esconderse


El taxi nos dejó en una estación de autobuses. Al bajarse del coche, ella y el taxista se apartaron y se dijeron cosas que yo no pude oír. De vez en cuando él me lanzaba una mirada seria, era evidente que no estaba de acuerdo con que se me llevara con ella. Al fin y al cabo, probablemente, yo había empeorado las cosas, fueran éstas las que fueran antes de mi intervención.

Se dieron un abrazo, él se metió de nuevo en el taxi y se fue sin despedirse de mi. Pensé que quizá tenga una habilidad innata para crearme enemigos sólo por el mero hecho de existir, que mi carácter tímido era, en realidad interpretado como hostil. Tampoco voy a negar que soltarle un puñetazo a un gorila de vete tú a saber qué mafia sea un acto de estupidez suprema, entre otras cosas porque ponía en peligro a otra persona además de a mí, pero en aquel momento pensé que ella estaba en grave peligro.

No me unía nada a aquella mujer. No sabía nada de su pasado y, a decir verdad, tampoco nada de su presente. Mi conocimiento de ella se limitaba a unos desayunos frugales y a haber dormido con ella, era algo así como una camaradería silenciosa donde el pacto estaba implícito en cruzarnos las miradas. Apenas hablábamos, entre otras cosas porque las cosas que tendríamos que decirnos eran cualquier cosa menos tranquilizadoras para el otro. Así que en cuanto nos quedamos solos en el andén de la estación de autobuses no supimos muy bien qué decirnos. Faltaban veinte minutos para que saliera el autobús que ella había elegido y esos veinte minutos por delante se volvieron incómodos. Ninguno de los dos quería hacer un balance de dónde estábamos ni qué debíamos hacer. En la huida, cuando la adrenalina se apodera de tu cuerpo, cuando corres de un lado para otro, los períodos de espera se vuelven una tortura nerviosa, tienes el cuerpo biológicamente preparado para salir corriendo pero debes permanecer quieto.

Llegó nuestro autobús y nos subimos en él. Iba hacia el Oeste. Hasta entonces no le había preguntado a dónde nos dirigíamos, no sabría decir el porqué, simplemente me había puesto en sus manos e imaginaba que ella tenía una salida de emergencia siempre preparada, un lugar seguro donde esconderse sin que la pudieran encontrar por mucho que la buscaran. Tardamos dos horas en llegar a nuestro destino, el autobús fue haciendo paradas en pueblos cada vez más pequeños y a los que se llegaba por carreteras más estrechas y lóbregas, abiertas en medio de las montañas y flanqueadas por bosques cada vez más espesos y húmedos.

Nos bajamos en un pueblo que no tendría más de treinta casas y nos dirigimos a un pequeño comercio al que se accedía por la puerta de lo que parecía la misma vivienda.

"Espera aquí" me dijo, y entró apartando a un lado la cortina de varillas de plástico que evitaba que se viera lo que había dentro. Salió en menos de un minuto. "Vamos" dijo "está aquí cerca".

Salimos del pueblo por un camino asfaltado, por el que apenas cabía un solo coche, y que se adentraba en el bosque. Subíamos una empinada cuesta que se prolongó durante un par de kilómetros que me parecieron veinte, luego abandonamos el camino asfaltado y nos metimos por un camino de tierra que se introducía de lleno en el bosque. Caminábamos sin apenas decir nada, ya que llevábamos un buen ritmo y nos costaba hablar sin ahogarnos. El camino de tierra era algo más plano. "¿Dónde me llevas?" pregunté. "A la casita de chocolate" dijo con una sonrisa burlona, sin ningún ápice de sarcasmo.

Llegamos a un claro del bosque donde aparentemente se acababa el camino. Nos detuvimos. "Ahora tendremos que subir por la ladera de esa montaña" me dijo "no es peligroso pero si las rocas están húmedas ten mucho cuidado. Es muy común que hiele por las noches y que el hielo se mantenga durante todo el día en las zonas donde no da el sol. Así que vigila donde pones los pies".

Nos metimos en el bosque, apenas se adivinaba un sendero entre hayas y robles, matorrajes de boj y algunos enebros. Olía a humus, a ramas empapadas de una humedad semi eterna. Caminamos durante un trecho que corroboraba eso de que íbamos a una casita de cuento de hadas.

Una cabaña apareció de la nada. Estaba construida en una base de piedra que se tranformaba en madera a media algura de la pared. Llegamos ante la puerta y sacó una llave del bosillo del pantalón y abrió la puerta. Entramos a una gran habitación toda de madera, con una chimenea de piedra pegada a la pared derecha. Todo era sobrio pero estaba limpio. No había rastro de polvo.

"¿De quién es la casa?" pregunté. "De alguien que conozco" dijo mientras entraba abría una habitación y entraba en ella. Salió sin las bolsas. "Esta será nuestra habitación" dijo. Y en esa palabra; "nuestra" noté que más que una relación de confianza iba, en realidad, una petición de que no la dejara sola, y eso me sorprendió, porque hasta ese momento yo había dado por supuesto que a ella, la soledad era como una parte más de la vida y que el que hubiera venido a mi casa con comida y se hubiera quedado a dormir un par de días, era, en realidad, una debilidad momentánea, algo que iba a pasar en un corto espacio de tiempo y del que podría prescindir una vez hubiera decidido que no le aportaba nada.

A partir de ese momento tuve la sensación de que toda la seguridad que había demostrado durante la huida no era otra cosa que una máscara y que, en realidad, mi musa, mi hada madrina, era el ser frágil que había adivinado unos días atrás. Salió afuera y me hizo un ademán desde la puerta para que la siguiera. Detrás de la casa había un adosado sin paredes donde se apilaba un buen puñado de leña. "Las reglas son que por cada trozo de leña que cojas, debes salir a buscar otro. Nunca debe haber menos leña amontonada de la que hay ahora. ¿Sabes recoger leña?" No respondí. "Aunque los de ciudad creáis que la leña es todo madera, no es así. Debe estar seca, debe llevar un tiempo muerta" dijo. "Mañana saldremos a buscar y te enseñaré".

Cogimos una mezcla de ramas pequeñas y troncos gruesos. Los amontonamos cerca de la chimenea. Buscó unos periódicos viejos e hizo una bola bajo unas ramas finas y unas hojas secas. Encendió el papel con un mechero de gas y poco a poco se fue prendiendo el fuego.

A mí todo aquello me parecía irreal. Apenas unas horas antes vivía angustiado por la falta de recursos, de un futuro. Allí, en medio del bosque, las deudas, los bancos, el que me hubieran cortado la luz y el gas, la falta de comida, me parecían algo muy lejano en el tiempo y que no iban conmigo. Me pregunté si esto sería fruto del viaje, y si, en realidad, somos esclavos de unas circunstancias que nosotros no hemos creado, sino que nos hemos limitado a aceptar sin preguntar por miedo a plantear preguntas que otros consideran de respuestas obvias.

Poco a poco la casa se fue calentando y el olor a madera quemada se fue adueñando de la habitación. Ella retiró una sábana de encima de un sofá que estaba a unos tres metros enfrente de la chimenea y se sentó "Sólo un minuto" dijo "hay muchas cosas que hacer". Y se quedó dormida.

No hay comentarios: