miércoles, 5 de diciembre de 2012

Esta noche, tú y el viento

Esta noche pasada sopló el viento con violencia. Cuando el viento golpea las persianas con insistencia a la sensación de frío hay que añadirle la sensación de soledad frente al silencio que sólo rompre el repiquetear de la madera de la hoja contra el marco de la ventana. No sé muy bien el porqué, pero anoche me sentí más solo que nunca y pensé en la musa, en el hada madrina apostada en la calle; sentí soledad y un dolor ajeno: el de ella.

Me levanté a eso de las doce, me vestí, calenté un poco de café en el hornillo de camping en el que cocinaba desde que me habían cortado el gas, me había prometido racionar la bombona pero pensé que tampoco iba a poder comprar una nueva carga de butano, así que el poco calor que desprendía el café me alivió y en parte, el olor intenso del café compensó el derroche que estaba cometiendo.

Abrí el armario de encima de la cocina y cogí el termo que había utilizado cuando iba de acampada. Me extrañó que no lo hubiera empeñado como el resto de cosas, pero entonces recordé que sí lo había intentado pero nadie lo había querido. Le pasé un trapo por el interior ayudándome de una cuchara larga y lo llené de café caliente. Lo tapé, me puse el abrigo y lo metí debajo de él.

Salí a la calle, no conocía exactamente los lugares donde mi hada madrina hacía sus hechizos, pero imaginé que estaría en la misma calle en la que, a veces, la encontraba cuando no estaba por mi calle. Me crucé con otros personajes de cuento de los hermanos Grimm, con otras hadas menos amables, alguna me se me acercó para solicitar mi atención, pero seguí con prisas, no quería que el café se enfriara.

Mientras caminba calle abajo me acordé de una novela de Rosa Montero que leí hace muchos años, una novela de ex-prostitutas, ex-convictos, todos ellos ex-yonquis, y me vi como un personaje de aquella novela, como un camarada yonqui que va a llevarle su dosis a quien quiere cuidar, no sé si me explico, me ví y me sentí así, y me pregunté si dentro de muchos años, cuando la crisis sea algo propio de esta generación perdida por el paro, alguien escribirá una novela igualando la pobreza a la toxicomanía y si esto no será algo cíclico, como si una sociedad debiera despojar cada cierto tiempo a una generación entera de su dignidad, su presente y su futuro para salvaguardar el estatus de las generaciones precedentes, como si perder la juventud y el talento, la creatividad y la ilusión, fuera, en realidad, una vacuna contra la idea de que otros modelos al suyo provocan mayores cuotas de felicidad y prosperidad generalizada.

Llegué a la esquina donde empezaba la calle donde creía que la encontraría. Estaba abrazada a sí misma, tratando de protegerse del gélido viento. Me acerqué y juro que se le iluminó la cara cuando me vio llegar dando luz a toda la calle con su sonrisa. Le dije que le traía café y me dio las gracias. Entonces me dí cuenta de que no había traído taza y que sólo podíamos beber los dos de la tapa que cerraba el termo como único recipiento donde verter el humeante café.

No se nos pasó el frío de los pies, pero se nos calentaron las manos y la cara. Le dije que hacía mucho frío y ella asintió con la cabeza, y le dije también que ya me devolvería el termo por la mañana. Me dijo que no hacía falta, que ella ya había traído uno pero que me agradecía que hubiera pensado en ella, me abrazó cuerpo contra cuerpo, como si el calor humano también calentara algo más, algo invisible y que, en el fondo, llegaba mucho más adentro para paliar otro frío más intenso.

Empezaron a pasar algunos coches a poca velocidad y pensé que debía irme. Le dije que tenía que marcharme, y pensé que me gustaría pasar con ella aquella noche, abrazados en la cama y oyendo el sonido de los batientes de las persianas golpearse por acción del viento, calentarle los pies con los míos y, dejar que nada ni nadie le hicera nada.

Me dió un beso en la mejilla y me dedicó una de esas sonrisas con las que las hadas madrinas logran hacer milagros. Le devolví el beso y me metí el termo bajo el abrigo. Me di la vuelta y volví por donde había llegado. Al girar la esquina giré la cabeza para verla una vez más y decirle adiós con la mano, pero un coche se había detenido delante de ella y un hombre hablaba a través de la ventanilla del copiloto. Ella lo miró, me miró un instante a mí, y la calle volvió a quedarse a oscuras. Le dije adiós con la mano y ella levantó imperceptiblemente la suya.

Me hubiera gustado maldecir mi suerte y la suya, me hubiera gustado tener algo de rabia dentro de mí, romper con los dientes todas las ataduras y todo lo que se me pusiera por delante, pero no pude, no supe, hacía demasiado tiempo que había perdido la capacidad de que las cosas me indignasen, de que dentro de mí el bicho se rebelase y exigiese por la fuerza que respetaran su dignidad. Pensé que el gran poder, lo que nos acababa por someternos a las injusticias, era precisamente cosas como ésta, la aceptación de que las cosas son así y me pregunté dónde estaría el límite por debajo, dónde estaría el suelo desde donde no se podría caer más bajo.

Pasé por al lado de unos niños de unos diez años que buscaban alrededor de los contenedores de basura, con unas bolsas, uno de ellos me miró con ojos entre asustados y avergonzados, mientras el otro había consiguido hacerme invisible.

Ahí si me entró una gran tristeza, ni siqueira pude sacar algo de rabia, sólo tristeza. Subí a casa y dejé el termo encima de la mesa de la cocina y me fui a dormir vestido, pensando en qué podría hacer para salir de ésta, en si había una salida, en si alguna vez tendría una mínima posibilidad de recuperar mi vida antes de la catástrofe. Y de algún modo que no logro entender, supe que sí, que algún día podría hacerlo, podría conseguir lo más mínimo para poder ser de nuevo algo parecido a un hombre. E inmediatamente después me pregunté si me acordaría de mi hada madrina o si haría como hacen los que no van con ellos esas cosas. Y me ví mezquino, ví que en otras circunstancias yo tampoco me comprometería, en si ella no hubiera venido con comida la otra mañana, quizá yo no hubiera hecho café caliente. Reconozco que me sentí sucio y desagradecido, y me prometí que todo esto me cambiaría, no sabía de qué modo pero me cambiaría.

Me dormí pensando en mi familia, en la que se había perdido y en la que no me atrevía a presentarme delante de ellos. Y soñé, soñé algo inconexo pero lleno de mucha gente a la que un día quise.

Como si el tiempo fuese, en realidad, un paréntesis entre un sueño y otro, como si la vida fuese en realidad la pesadilla.

http://youtu.be/3_0d01XbXg0

4 comentarios:

Valeria dijo...

Parece que has vuelto a encontrar la inspiración para escribir. Me han gustado estas últimas entradas, no dejo de pensar que podrían perfectamente ser parte de una novela que me gustaría leer hasta el final. Me gusta ese estilo sencillo pero no simple, sin palabras rebuscadas. Saludos.

Espera a la primavera, B... dijo...

Las palabras rebuscadas pesan demasiado, están llenas de concepto. Me gusta entender la vida como algo que sucede, y que sólo puede explicarse con el lenguaje de alguien que no sabe qué es el lenguaje.

A veces creo que quieren venderme algo que no necesito. Porque el amor es sencillo, y cuando hay que explicarlo, cesa.

Anónimo dijo...

Eso es. Todo pasa

Espera a la primavera, B... dijo...

Sí, todo pasa