sábado, 24 de diciembre de 2011

Cuento de hadas

Camino por las calles con las manos en los bolsillos. El viento helado y cortante se cuela por las rendijas del cuello de mi chaqueta. Apenas me siento los pies mientras los dedos sólo son un peso muerto donde terminan los zapatos. Por un momento pienso en cuando estuve en el ejército. Duré poco, lo suficiente como para relacionar la congelación de mis pies con el deseo de un buen par de botas. Solo que ahora no estoy en medio de la montaña sino en el centro de una ciudad, las luces de navidad encendidas, poca gente por la calle y con prisa por llegar a alguna parte. Es nochebuena.

He sido un estúpido, le dejé las llaves del coche para que fuera a buscar una maleta a una consigna mientras yo intentaba conseguir algo de dinero. Quedamos en que me recogería en cierta esquina a las ocho. Son casi las doce. Han pasado cuatro horas y no ha aparecido. Si lo pienso con calma, me doy cuenta de que tenía la intuición de que no volvería desde el mismo momento en que las llaves tocaron la palma de su mano. Demasiado segura de sí misma; ni un sólo temblor en su voz cuando dijo "a las ocho".

Conseguí dinero. La policía no me buscará con demasiado ahínco, nadie se arriesga a que un imbécil le amargue la navidad por cincuenta euros que cambian de mano a causa del miedo. Cuatro manzanas entre el crimen y el lugar convenido y casi cuatro horas esperando, dando vueltas en círculo, levantando sospechas y la policía no va a comprobar qué sucede. Es nochebuena.

Paso por delante de cajeros donde duermen los que ya no tienen sueños, me pregunto dónde dormiré esta noche y descarto meterme en uno de ellos. Demasiado peligroso compartir tan poco con desconocidos. Pienso en un portal o en abrir un coche, pienso en conseguir más dinero y pagar un hostal barato, pero si algo saliera mal ya no podría salir corriendo con los pies como los tengo. Envidio un cajero para mí solo y pienso que tal vez por ahí se empiece el camino del cual no se regresa, empezando por desear lo que antes creías imposible, de que cayeras tan bajo.

Paso por la otra acera de la avenida, por la esquina opuesta a donde la chica del pelo corto debería haberme recogido. Tengo una estúpida propensión a la esperanza, a que la gente acabe cumpliendo sus promesas, una estúpida candidez de niño que aún cree en los reyes magos incluso después de saber que son los padres, como si en la esperanza hubiera la posibilidad de que existiera la magia, los extraterrestres, un trabajo digno en el que te respetaran.

Me detengo unos minutos, me duelen los pies, un hormigueo los recorre hasta donde empiezan los dedos; más allá un abismo de hielo. La luces blancas que cuelgan sobre la calle hace que sienta más frío, las luces deberían ser amarillas para dar más calidez, recuerdo que dijo. Casi nadie por la calle. Aprieto los brazos contra el cuerpo para conseguir algo más de humanidad y un poco de calor se me escapa por la solapa de la chaqueta y me da en la cara.

Empiezo a delirar. La veo pararse en la esquina convenida como en un sueño, bajarse del coche, mirar alrededor por si estoy esperándola. Como en un espejismo. La observo desde la distancia, no está nerviosa, espera un poco apoyada en el coche, luego vuelve a meterse dentro. Cruzo la avenida y me acerco despacio, creo que si corriera se me romperían los pies en mil pedazos. Me ve venir y sale.

"Lo siento" le digo antes de que ella pueda decir nada "¿hace mucho que esperas? Tuve un problema, tuve que despistar a la policía" le miento.

Ella me mira calibrando la nueva situación. Ambos sabemos que ella se había ido dejándome tirado en medio de una ciudad extraña, sin dinero y sin demasiadas posibilidades de pasar con dignidad esta noche. Es lista, es rápida. Lo entiende todo. "Llevo mucho tiempo esperando. Pensé que te había pasado algo" me dice con fingida preocupación.

Ahora no importa que me hubiera abandonado, lo que importa es que ha vuelto. No importa que quizá haya vuelto porque se sintió igual de sola que yo pero dentro de una burbuja metálica y sólo me tuviera a mí para sobrellevar la soledad de la noche. Ha vuelto y tenemos más posibilidades, ha vuelto y yo tengo cincuenta euros en el bolsillo. Nos alejamos del centro y buscamos una tienda abierta las veinticuatro horas. Compramos una botella de vino, pan, algo de embutido y un panetone pequeño, con pasas y virutas de chocolate. Le brillan los ojos cuando decido que nos llevamos el panetone, como una niña a quien su madre le compra algo inesperado en una tienda. Se atusa el pelo corto, es la primera vez que lo hace desde que la conozco, es la primera vez que, de verdad, siente que es la persona que era y que debía seguir siendo. Hay algo en el hecho de poder comprar que nos dignifica a ambos.

Cuando salimos a la calle la noche nos devuelve a la realidad, no hay luces de navidad en el extrarradio, sólo farolas. La calefacción del coche hace el resto. Me gustaría dormir en una cama y se lo digo. Buscamos un hostal barato y regateamos. El conserje la mira a ella descaradamente y está a punto de proponer un trato que puede que le cueste unos cuantos huesos rotos. Me mira y se da cuenta de que es mejor no decir nada. Treinta euros, pero debemos salir antes de las nueve, cuando llega su jefe.

Subimos con la minúscula maleta que ha ido a buscar a la consigna y cenamos sentados sobre la moqueta, el vino no está mal del todo y celebramos el panetone casi con alegría. Le prometo que saldremos de ésta y ella sonríe porque me he quedado junto a ella a pesar de todo, a pesar de que todo esto no va conmigo, de que podría haber salido corriendo en cualquier momento.

Dormimos exhaustos y abrazados, antes de quedarme dormido oigo que susurra un nombre de varón que no es el mío. Juraría que solloza en sueños, que tiene una pesadilla dentro de esta pesadilla. Le subo la manta un poco más e intento pensar en algo mientras lucho por mantener los párpados abiertos. La miro en la penumbra de los ojos que se han acostumbrado a la oscuridad. Le paso la mano por el pelo apartándole el flequillo y le doy un beso en la frente. "Feliz Navidad, pequeña" digo.

Y me desvelo. Y le doy vueltas a las mil cosas que podría hacer para solucionarlo todo. Hasta que me duermo, hasta que la oscuridad me engulle por completo como si fueran arenas movedizas. Y sueño. Sueño con que tú leas esto y seas capaz de perdonar que te dejara con los sueños a medio cumplir, con los planes a medio hacer, con las palabras sin decir.

No hay comentarios: