miércoles, 4 de febrero de 2009

Los acantilados


Camino de los acantilados, en lugar de en María o en el juez Oxx, no podía parar de pensar en ella. Sabía que era muy capaz de quedarse allí por propia voluntad y sabía también que si lo hacía era porque había aceptado que ella era una irresponsable y que nunca le haría ningún bien a Cris. Sin embargo, el bicho me susurraba al oído que al irme había actuado como un cobarde. "Siempre se puede hacer algo más. Ella estaba esperando que la cogieras, le miraras a los ojos y la sacases de allí. Eres un alcornoque, un estúpido que nunca piensa a su debido momento. Los puños sí que se te dan bien, golpear deprisa mucho antes de que aflore en tu mente un sólo pensamiento". El bicho, esta vez, tenía razón. No había hecho todo lo posible para convencerla. Acepté sin rechistar su decisión, dí la vuelta y me fui con la certeza de que estaba rechazándome de nuevo. Quizá no fuera así. Quizá lo que me estaba pidiendo era una razón para cambiar su decisión. Tal vez me estaba pidiendo que la bombardeara con una serie de argumentos irrebatibles para así estar segura que yo iba a estar a su lado y eso le diera la confianza necesaria para ir a buscara a Cris e intentarlo de nuevo en otro lugar lejos de los del pasado, que yo era el antídoto para la vergüenza que sentiría frente a su hijo cuando lo volviera a ver, que estando yo, podría mirarle a la cara y decirle que nunca más dejaría que le pasara nada malo. Pero yo me dí la vuelta, le dí la espalda. Y a ella, ahora, sólo le quedaba aquella vida junto al hombre de la silla de ruedas. "Siempre hay una vida mejor" dije en voz alta. "Siempre hay una vida rodeado de aquellos a quienes quieres y te quieren. Siempre hay un lugar en el que encontrarás la calma y te sentirás a salvo". Crucé los túneles de la autopista a mucha más velocidad de la que estaba permitida. Algunos automovilistas me hiciero luces o se apartaron al verme llegar desde sus retrovisores. Salí de la autopista y cogí la carretera que llevaba a los acantilados. Cuando llegué Sansón ya había aparcado el coche y se inclinaba por el borde del acantilado mirando hacia abajo. Oyó el motor de mi coche y el áspero sonido de las ruedas sobre la arena. Giró su cabeza y me miró. En cuanto bajé del coche apareció el de Garr a toda velocidad, frenando en seco, levantando una nube de polvo. Se bajó a toda prisa y miró a Sansón. Éste le hizo un gesto de negación con la cabeza. Garr no hizo un sólo gesto de preocupación. Ya más despacio se acercó a Sansón y también miró hacia abajo. Yo avancé hasta el borde a una distancia prudencial de aquellos dos y sin perder de vista al chófer. También miré hacia abajo. El cuerpo de María, en un gesto roto, yacía sobre las piedras de una pequeña cala que, probablemente, cubriría el mar cuando subiera la marea.

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