lunes, 18 de octubre de 2021

Samira



Samira tenía los ojos negros y tan grandes que parecía que siempre estuviera mirando las cosas con sorpresa. No es que fuera expresiva, es más, diría que en los dos años que pasó con nosotros, no hizo nada parecido a una mueca. Tampoco sonreía, ni siquiera cuando nuestro padre jugaba a hacerle cosquillas, al menos no con la boca; a veces había una amago de alegría detrás de aquellos ojos tan oscuros, un casi imperceptible brillo al tiempo que los entornaba. Duraba poco, lo que un relámpago, pero a toda la familia se nos llenaba de dicha el resto del día, por eso creo que cuando mi padre murió y, pondría la mano en el fuego, todos lo sentimos un poco por Samira, como si supiéramos que se volvía a cerrar la puerta de la que él sólo había abierto una rendija. Creo que ya nunca volvimos a ver aquél atisbo de felicidad en su cara. Mi padre se llevó casi todo con él. Nunca sabes lo bien que estás hasta que desaparece quien lo hace posible. 

Toni y yo teníamos catorce años, y Samira no debía tener más de cinco. Si antes iba siempre a donde estaba Toni, desde ese día no se separaba de él, como si tuviera miedo que al perderlo de vista también se fuera para siempre. No sé qué había vivido esa niña de pequeña, pero si de algo estoy segura es que fuera lo que fuera, no podía olvidarlo, no quería quedarse sola. Y eso también aprendimos a verlo, quizá yo estaba en otra movida, pero cuando estaba en casa, no podía dejar de ir a donde estuviera ella y darle un abrazo y decirle que todo iba a estar bien. A veces me culpo por no haber notado nada en aquellos momentos en los que la apretaba contra mi pecho, un temblor, un suspiro, una sensación, no sé, algo. 

Antes de la muerte de mi padre, cuando salía de casa Samira venía a la puerta conmigo y me daba la mano para que la llevase fuera, le encantaba bajar a la calle e ir de la mano conmigo a caminar por el barrio, no le importaba dónde. Después, cuando salía con mis amigas, ya no la llevaba conmigo. Al principio me seguía a la puerta y yo le decía que no podía venir, que luego vendría y saldríamos las dos, pero casi siempre se me hacía tarde para ello. Durante un tiempo, siguió viniendo a la puerta cuando intuía que yo iba a salir, pero ya no me daba la mano, se quedaba esperando a que le extendiera yo la mía. Con el paso de los días, y para evitar aquella escena, empecé a salir sigilosamente y sin dar explicaciones a nadie. Toni me dijo que cuando oía la puerta cerrarse, Samira iba corriendo hasta el recibidor, luego volvía a allí donde estuviese, cabizbaja. Seguramente Toni se quedaba con ella un rato, o ella se sentaba a su lado mientras él hacía los deberes. La verdad es que hubo un momento en el que no sabía qué hacer con ella. Si al menos hubiera tenido algo por su parte, lo que fuese, una sonido, un... lo que sea. Toni tampoco sabía qué hacer, pero él era diferente a mí, a él le gustaba el silencio y estar solo con sus libros. En el fondo se hacían el mismo tipo de compañía uno al otro. Les bastaba la presencia del otro para no sentirse completamente solos mientras de puertas adentro se sentían cómodos en su mundo. Y aunque de Toni me imaginaba qué podría haber en él, de Samira no podía saber qué cabía en un vida tan pequeña y tan corta. Quizá fue eso lo que me separó de ella, aunque en el fondo sepa que, en realidad, lo que me alejó fue que yo no podía ser la persona que ella necesitaba que fuera y esa responsabilidad me quemaba. Soy más egoísta de lo que aparento, me importo yo más que nadie, hacer lo que me da la gana, que nadie me controle.

Noté que esa última frase iba dirigida a mí. Me estaba advirtiendo de algo a lo que yo apenas me había asomado y no tenía muy claro si la altura de la posible (y probable) caída merecía arriesgarse. Hasta el día del funeral de Toni, Elena había sido su hermana; su hermana gemela. Bueno, en realidad miento, Elena era una mujer atractiva; eso era indiscutible y cualquier hombre la hubiera visto como yo el primer día que la vi en casa de la abuela de ambos, pero si de algo estoy seguro es que Elena no me vio de la misma forma que yo a ella. No al menos ese día, ni los siguientes. 

¿Sabes? Casi nunca somos capaces de ver nada de nadie. Somos translúcidos, a través nuestro sólo dejamos ver sombras que el otro interpreta en función de lo que está preparado o dispuesto a creer. Por eso obviamos lo peor de algunas personas, por que no somos capaces de imaginar hasta donde están dispuestos a llegar. Nos sorprende el no haber intuido una vez las cosas han pasado, porque algo dentro nuestro lo intuía. Hay que escuchar más a la intuición. Es como si las cosas sucedieran antes de que ocurran y pudiéramos saberlo de alguna forma que no llegamos nunca a dominar.



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