sábado, 22 de marzo de 2008

Un mundo pequeño

No me había equivocado. El viejo se detuvo delante de un portal, llamó a un interfono, esperó un unos momentos, empujó la puerta y se perdió tras la cristalera de la entrada. Esperé un minuto por si, por casualidad, el viejo se entretenía y me veía acercarme a la puerta y me acerqué para ver si podía reconocer alguna señal en la botonera que pudiera darme alguna pista. Nada, el tercero primera, nada más. Llamé al primero y esperé a que me contestaran. "¿Sí?" preguntó una voz de mujer. "El cartero, señora" dije. "¿El cartero? Pero si ya ha pasado hoy" dijo. "Traigo un certificado" respondí sin pensar. "¿De dónde viene?" volvió a preguntar. "Del juzgado, señora" Nadie le niega la entrada a alguien que te trae algo del juzgado. La señora se quedó en silencio. "¿Qué hago, señora? ¿Lo rechaza?" pregunté. "No, claro, suba"dijo dubitativa. Entré en el vestíbulo y fui directamente a los buzones. Esperaba encontrar una respuesta... tercero primera... "Corp abogados"; un bufete. Parecía que el viejo tenía asuntos legales que tratar. Oí cómo la señora del primero abría la puerta y esperaba que un cartero que nunca subiría le entregara un correo certificado que probablemente, traería malas noticias. Salí hacia la puerta y estaba a punto de abrir la puerta cuando, a través de los cristales vi que se acercaban Carmen y Sansón. Venían hacia donde yo estaba. Retrocedí y me oculté debajo del hueco de la escalera, a oscuras. Llamaron al tercero primera. Se oyó el zumbido que abría la puerta y pasaron. Llamaron al ascensor. "El viejo quiere vernos a todos" dijo Carmen. "Algo pasa". "A lo mejor sólo se trata de otro trabajito" oí que decía el gigantón. "Cuando me llamó estaba mañana parecía enfadado. El viejo Garr suele ser un hombre tranquilo, no sé con qué nos va a salir ahora" dijo Carmen. Desde la oscuridad del hueco de la escalera apenas podía ver sus pies, envueltos en unos zapatos caros, pies nerviosos los de Carmen, tranquilos los del gigante. "¿Oiga?" dijo la mujer del primero "¿sube o qué?" esperando al cartero. Carmen detuvo sus movimientos nerviosos y ambos se tensaron. Probablemente estuvieran mirando por si había alguien más en le vestíbulo. Sansón se fue acercando al hueco de la escalera. Ya está, me descubriría en unos momentos y entonces tendría que atizarle fuerte. Sólo que aquel tipo era más fuerte y parecía tener mucho más oficio que un simple portero de discoteca. Nunca me había encontrado con alguien tan superior a mí. Aquello podía resultar muy embarazoso. En ese momento llegó el ascensor y se abrió la puerta. Sansón se detuvo. Del ascensor salieron una mujer y una silla de ruedas en la que, aparentemente, iba un hombre. "Buenas tardes" dijo la mujer. Aquella voz... aquella voz sí que la conocía perfectamente. Era ella, la madre de Cris, no había duda. De repente aquellos zapatos y aquél caminar cobraron un nuevo significado, otra vida. "Hola Carmen, cuánto tiempo. ¿Te ha llamado Garr? Pues acaba de llegar. Parece algo enfadado... contigo" le dijo el hombre de la silla de ruedas en un tono cínico. Se adivinaba cierto placer en que Carmen tuviera problemas. "No creo que sea grave" dijo Carmen "¿es que sabes tú algo?" "Tal vez, pero será mejor que lo averigües por ti misma" dijo mientras salía a la calle ayudado por la madre de Cris (estoy seguro que era su voz, eran sus pasos, estoy seguro que era ella). "Este maldito lisiado es peor que un demonio. Seguro que si no hablara tan mal de mi a Garr ahora mi posición no sería la que tengo ahora. Maldito cabrón" dijo Carmen. "Tiene motivos para odiarte, divina" contestó Sansón. "Aquello fue un error ¿Cómo iba yo a saber que era la mano derecha de Garr?" dijo Carmen. "Te dijo que llamaras a Garr antes de hacer lo que hiciste. Podrías haber hecho una llamada". "Y tú ¿qué sabrás? No se le puede molestar por todo". Entraron en el ascensor y siguieron hablando pero yo ya no les oí. Esperé unos segundo y salí a la calle. "¿Oiga? ¿sube o no?" gritaba la mujer del primero. Al salir miré a ambos lados con precaución. No había nadie, se habían esfumado en un instante. Un minuto después, a mis espaldas, se abría la puerta de un garaje y salía el Bobster rojo conducido por ella. El hombre iba a su lado. Yo había vuelto sobre mis pasos y volvía en dirección al ayuntamiento y ya me había alejado. Demasiado tarde para gritar su nombre. Todo demasiado extraño como para arrisgarme a que alguien se fijara en mí y me reconociera.

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