martes, 14 de mayo de 2019

Ojos de gata


Diez años. Me llamó desde el otro lado del mundo, con esa voz de "no pasa nada", como si fuéramos amigos que hiciera un par de semanas que no se llaman; para saber cómo me encontraba, dijo. Sinceramente, creía que había muerto, como esas personas que desaparcen en el océano y no arrojan un cadáver nunca.

Pero no, allí estaba, al otro lado del aparato. La última vez que hablamos no existían los smartphones, casi no exisitía internet, no sé; teníamos treinta y tantos y toda la vida. Me dijo adiós y se fue. Eso fue todo lo que recuerdo. Estuve como tres años viviendo como si hubiera estallado una bomba y hubiera perdido la capacidad de oír nítidamente, sólo que no era sólo oír, lo era todo: caminar, dormir, salir a la calle.

Nunca lo entendí. Desde entonces siento pánico a que alguien a quien aprecio desaparezca sin decir nada, quizá por eso nunca más volví a querer a nadie.

Luego supe cosas y me hice mi propia versión del porqué se fue. Creo que en parte, como uno de esos que sufren el síndrome de Estocolmo, acabé por darle la razón sin saber muy bien de qué. Terminé por comprender que se alejara de alguien como yo, que en lugar de hacerme daño poco a poco, lo hiciera rápido e indoloro.

Me preguntó qué tal y cómo estaba mi familia y yo respondí que bien, no sé por qué, no quise dar explicaciones, pensé que no había nada que contar. Estaba dispuesto a representar el papel del que dice "es verdad, no pasa nada. No importó tanto, te fuiste y mi vida siguió con otras personas y otras cosas". Supongo que a veces uno sólo sigue la corriente porque está cansado y lo cierto es que cuando escuché su voz fue como si me abandonara a ese instante, como si nada hubiera sucedido. Hay personas cuya voz es casi tu propia voz de tanto que las has hecho tuyas y te quedas hipnotizado, como si oyeras por primera vez, como si escucharas algo imposible.

Podría trancribir lo que hablamos, pero sólo fue una sarta de mentiras piadosas en las que yo, al menos, quise mentir en casi todo. Esperaba un "te he echado de menos" por su parte; lo había soñado durante todos estos años, pero no lo dijo y entendí que no hubiera sido sincero, no al menos ese "echado de menos" en el que yo le importara como ese único hombre en la tierra al que querría nunca. Nunca lo eres para alguien que se va. Eso lo aprendí.

Supongo que esa fue la decepción más grande: que el gran episodio que esperas en tu vida sea en realidad un entreacto, una farsa, un conato de incendio que no consume nada. Supongo que lo que me dolió fue que no me doliera, que todo pasara tan deprisa y con ese aire de banalidad, como si, en realidad, hubiera sido una llamada de cortesía de dos familiares lejanos; como cuando mi madre llama a mi tía de Bilbao y le pregunta por todos los de la casa.

Eso sí. Ahora tengo su número de teléfono.

Y no sé qué hacer.

Dice que viene a Barcelona. En una semana. Que le gustaría verme, dice.

Sé que acabaremos quedando, pero si me preguntaran hoy juraría que no nos veremos. Es una pataleta, lo sé. Ella era ese agujero negro que han fotografiado hace poco. Una corona de fuego. Una llamarada dentro de mí que arrasaba con cualquier propósito que tuviera.

Me hubiera gustado ser para ella tan solo la mitad de lo que ella fue para mí.

No pude dormir en toda la noche.

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