martes, 19 de febrero de 2008

Empezar de nuevo (de nuevo)

Regresé a la ciudad. Mi ciudad. La ciudad en la que la conocí y en la que cada esquina guarda un pedazo de ella. Busqué un trabajo y una habitación barata con derecho a cocina en el barrio viejo, donde crecí y aprendí que golpear a los otros calma al bicho y al mismo tiempo, hace que te respeten. Volví y busqué un trabajo de día, un almacén de vívieres a las afueras: ocho horas, catorce pagas de miseria y la satisfacción de volver a la habitación molido y cabizbajo para caer rendido en la cama hasta la hora de que suene otra vez el despertador. No volví a beber. Supe mantenerme sobrio porque sabía que bebería sólo para olvidarla, para calmar al bicho rabioso que me diría que soy un fracasado. Beber serviría para mitigar el sufrimiento que era estar sin ella y yo quería estar despierto. Sí, despierto, lo suficientemente vivo como para poder escuchar al bicho gritar bien fuerte, lo bastante como para llorar de rabia por las noches.
El encargado me cogió manía. "¡Eh, grandullón! me decía. "Mastodonte, ben aquí". "¿Es que no sabes hablar?" Me provocaba y no sabía que estaba jugando con algo muy peligroso. Un día lo agarré a solas entre las estanterías y lo levanté dos palmos del suelo. No le dije nada. Le miré a los ojos y vio algo que pocos hombres han vivido para contarlo. Vio el abismo y la noche que se abría ante él y durante unos instantes supo lo que era estar muerto. Luego lo bajé de nuevo al suelo y lo dejé pululando por los pasillos con un mirar alucinado mientras yo ordenaba unas cajas. Nadie me dijo nada. Desde aquel día ni tan siquiera se me acercaba, le decía a otro lo que yo debía hacer durante mi jornada. Por supuesto acabaron despidiéndome por bajo rendimiento. El director me llamó al despacho y me dijo que no era nada personal, que simplemente habían hecho números. También me dijo que mi encargado había dado una buena puntuación de mí pero que no podía agradecérselo porque al enterarse de mi despido había caído en una profunda depresión y se había tenido que ir a casa. "Se nota que le apreciaba" me dijo el director general.

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