martes, 20 de agosto de 2019

Ni un millón de universos bastarían


Estuve pensando todo el día qué escribir. Últimamente no se me da demasiado bien pensar, pero qué le vamos a hacer, hace ya mucho tiempo que me di cuenta que a pesar de todo, el mundo es de los que actúan.

Tenía pensado escribirte algo, pero no creo que tenga el derecho a hacerlo, al fin y al cabo esto es sólo un blog y no nos conocemos. De verdad que me hubiera gustado escribir algo que valiese la pena ser leído, pero ¿quién soy yo? Un oportunista al otro lado de una mil millonésima parte del Universo, otro puñado de átomos que cree ser un cuerpo y que no encuentra un motivo real para seguir con la ilusión de estar vivo, aunque lleve años buscando.

A veces me pregunto qué seríamos si nuestros átomos no configuraran un ser; si en realidad fuéramos una maraña de átomos desunidos que pudieran estar en cualquier otra parte, sin estar cerca unos de otros, mil billones de átomos desperdigados por el infinito con la conciencia de cada uno de ellos en cualquier parte del Universo.

Dicen que lo primero que reconocemos después de la voz, cuando abrimos los ojos por primera vez son otros ojos, en este caso los de nuestra madre. Creo que cuando abrí los míos y me topé con los suyos debí pensar que vivir iba a ser una bella experiencia. Hasta que nació mi sobrino, mi madre tenía los ojos más bonitos que había visto nunca. En algún lugar leí que sólo el 2% de la Humanidad tenemos los ojos verdes y que es una mutación al mezclarse ojos azules con otros marrones.

Me pregunto si toda la miasma de partículas subatómicas que conforma la raza humana es consciente de la belleza que hay en unos ojos que miran y de otros que sostienen esa mirada. Supongo que pienso eso porque al abrir los ojos por primera vez se me hizo un vacío que sé que nunca podré llenar. Ahora que mi madre es una anciana y se ha dejado de teñir el pelo, estoy convencido de que mi padre imaginó así a mi madre, tal como es ahora, y quiso envejecer a su lado.

Hace tiempo, cuando quise escribir aquella novela que nunca escribí, uno de los inicios decía algo como que cuando mi abuelo, un paliducho (casi albino) muchacho se encontró con la mirada oscura y racial de mi abuela ya nunca pudo ser el mismo. Entonces, en su pueblo los rubios de ojos claros eran considerados débiles y enfermizos, malos para trabajar en las duras condiciones del invierno y peor aún en las del verano.

Siempre he pensado que cuando aquel pedazo de mujer que debió de ser mi abuela vio algo que nadie más vio en el azul de la mirada que sostenía la suya, todo el universo se detuvo una micronésima de millonésima de segundo y entonces el inexorable devenir del tiempo, al volverse a poner en marcha, susurró a todos los átomos de todos los seres vivos primero, y luego a todas partículas que componían las cosas conocidas y luego a las desconocidas que el principal objetivo a partir de ese instante era que esas dos personas acabaran deseando envejecer juntas, algo que, al fin y al cabo, ocurre pocas veces, no al menos a este lado, en esta orilla del tiempo.

 Imagino que la genética hizo el resto y, entre otras cosas, que yo no pudiera escribir sin imaginar todo eso de los átomos danzando como locos hasta que reciben una señal inequívoca que los convoca a conseguir que un destino se alcance.

Me hubiera gustado sentir algo así como lo que sueño que les pasó a dos seres desconocidos que abrieron la brecha en el espacio-tiempo para que yo pasara de una probabilidad remota a esta masa aparentemente sólida que soy, con algún que otro átomo perdido en millones de otros cuerpos, vagando por la vía láctea, quizá gemelo de otro átomo en un universo paralelo.

En cualquier caso, embaucador o no, nunca seré mejor que lo que cuento, nunca podré forjar nada que tenga más valor que esas miradas que al cruzarse detienen el curso del tiempo y generan otro universo donde las probabilidades nacen de ello.

Podría decir que me hubiera gustado no haber escrito este post, al fin y al cabo, no creo que el color defina nada, ni que lo raro sea extraordinario. Me limito a hablar en voz alta. A esta edad sólo pretendo seguir teniendo posibilidades de cambiar un pedacito de mundo, tal vez, viajar un poco más, vivir en algunos escenarios de mis películas favoritas, entender las novelas que leo, encontrar a Kitty Wu o que ella me encuentre a mí, aunque no sea para envejecer juntos.

Mi abuela murió antes de envejecer y mi abuelo nunca más quiso a nadie más. Se volvió solitario y gruñón. Cuando yo nací era ya algo mayor y apenas pude hablar con él, si bien me contaba historias cuando algún catarro o algún dolor lo dejaba en casa.

Tenían razón los que decían que la gente de tez demasiado blanca eran débiles y enfermizos. Sólo mi madre heredó sus rasgos, ninguna de sus hermanas lo hicieron. A veces mi madre dice que mi sobrino se parece a su bisabuelo. Y es cierto que siento afinidad con él. Me gusta trabajar codo con codo. Supongo que más allá de todo esto también llevamos un gen del carácter que nos hace ser un poco como somos.

No pararía de escribir. En el fondo cada letra viene a ser como ese átomo que se desplaza de donde estoy a donde estás tú, que el don de la comunicación no es otro que el de que parte de lo que soy ahora es parte de ti.

Hasta que los días lo diluyan y otras palabras sustituyan a esto que lees.

Hasta que poco a poco, a base de leernos, envejezcamos juntos de otra forma, una en la que párrafos de lo que he leído de ti sean parte de mi y viceversa.

Sabiendo que en otro universo paralelo llamaste y yo cogí el teléfono, y ahí quedó todo; o ahí empezó todo: un enjambre de órbitas, valencias, núcleos, y electrones, y electrones, y más electrones deteniendo un instante el Universo e impulsándolo de nuevo.

Con miedo a que el Universo correcto sea el de al lado.

Con la certeza de que dentro de las infinitas posibilidades puede que haya una mejor, pero no la nuestra.




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