martes, 22 de noviembre de 2016

El extraño caso de la niña sin sangre


Hubiese podido dejarlo todo como estaba, haber dejado pasar una vez más lo que siempre dejo pasar. Siempre. Hubiese podido apagar el móvil y girarme dentro de las sábanas y tratar de dormir a pierna suelta. Pero a veces el bicho habla a gritos, se despereza cuando yo sólo quiero dormir... y lo peor de todo, sabe que en ese momento es cuando yo tengo menos que ganar, o lo que es lo mismo: que es hora de perderlo todo.

A veces pienso que todo es un juego de azar, que lo que te une a otra persona es una partida de póker en la que lo importante siempre es saber quién va de farol. Y yo soy un mal jugador porque no sé mentir, todo el mundo sabe que yo no sólo tengo mala suerte cuando se reparten las cartas, sino que voy a intentar ganar una mano tarde o temprano.

Me gustaría creer que con ella era distinto. Que hubo una mínima posibilidad de que esta vez sí pudiera corregir toda esa tendencia a acabar arruinándolo todo. Pero hay algo que no puedo dejar de pensar, o mejor dicho, hay algo que no puedo dejar de recordarme cada vez que pienso en ella. Nunca tuve una oportunidad. Quizá durante los primeros nanosegundos en que nuestras miradas se encontraron por primera vez.

Pero ya está.

El resto sólo fue plegar las velas e ir a la deriva.

Y toda deriva acaba en las rocas

Y toda roca en un nuevo comienzo.


martes, 1 de noviembre de 2016

Una llamada se hace corta para uno, demasiado larga e incómoda para el otro.



Me dice que las cosas van mejor, que al final se adapta uno a todo, que se acostumbró a tener las esperanzas justas, ni más ni menos; las suficientes como para no desilusionarse cada día. Que la vida tiene su inercia, que hay que conformarse con conformarse, que aún se acuerda de mí cuando empieza a hacer calor, cada año un poco menos.

Que yo era un encantador de serpientes prometiendo siempre el cielo.

Que el cielo siempre estuvo lejos.

Que sólo pudo seguirme un tiempo, que no creyó en mí. 

Demasiado años, demasiados mañana tal vez y demasiados hoy no.

El teléfono es frío como estas primeras noches de noviembre, oscurece su voz, esa voz que aún sabe a su boca, a la calidez de las palmas de unas manos contra una piel que se eriza, una lucha cuerpo a cuerpo, la batalla ganada de una guerra perdida.

Y todo el tiempo del mundo y yo tan cerca del cielo, tan cerca del mismo infierno, tan demasiado y tan demasiado poco; no hay lugar para los sueños sigue diciendo. Me acostumbré a mis hijos, a verlos crecer como quien ve crecer los campos de trigo, como quien ve llegar las barcas con las redes recogidas, ve caer la noche y la chimenea haciendo un hogar de cualquier habitación.

Verlos dormir sin temor.

Quizá vivir sea eso. Una tranquila sucesión de rutinas que te tranquilizan el alma, que te hacer ser alguien sin mayúsculas, alguien que sólo espera que el golpe del azar sea esta vez en positivo aunque con pocas posibilidades de que así sea.

Ver pasar las estaciones.

Ver hacerse hombres y mujeres a los niños.

Tener una vejez tranquila.

Morir en una cama.

No haber deseado nunca ser otra persona distinta de la que se ha sido.