miércoles, 17 de septiembre de 2014

La última vez que la luna orbitó tu cielo supe que se abría una grieta en el universo que ya nadie podría cerrar, ni siquiera con la eternidad por delante.


Fingí que no lo sabía, que nadie me pregunte el porqué. Algo dentro de mí se negaba a admitir que yo hubiera podido hacer algo para evitarlo, pero en el fondo ya sabía que ocurriría incluso antes de conocerla.

Luego llegaron el día y la hora exactas, y yo pasé por el lugar que había predeterminado el destino. Así de fácil y así de estúpido. Pude haber burlado al azar porque me había adelantado a él, pero no lo hice. Pasé por delante del escaparate de la librería y los vi a través del cristal.

Ella me vio pasar y al instante supo que yo podía haber no pasado y, sin embargo, lo había hecho. Supongo que todo lo que sucedió después no importa demasiado, no tiene trascendencia. A veces uno sólo tiene que vivir el guión siguiendo las instrucciones, dejarse llevar y caer lentamente hacia el desenlace.

Quizá en el último momento tuve el impulso de rebelarme contra lo inevitable, quizá cruzó como un rayo que ilumina la noche una milésima de segundo, la idea de que podía cambiar el curso de todo lo que iba sucediendo, que bastaba un gesto mío para detener todos los adioses que crecían, como malas hierbas, en lo que antes era un desde ahora y para siempre.

Pero no lo hice.

Podría exponer una docena de excusas bien argumentadas y probablemente te las creerías.

Pero lo cierto es que no hice nada porque estaba cansado y porque me importaba todo una mierda. Y tal vez esa sea la única verdad; porque por mucho que le doy vueltas esa es la única respuesta que me vale para contestarme todas las preguntas que me hago sobre lo que ocurrió.

Me sorprende que sobreviviera a ello. Y me sorprende más aún que hoy siga creyendo que el día que desaté la luna que estaba anudada con un cordel a la barandilla de su balcón fue uno de los más tristes que haya sentido.

Quizá porque después ya no volví a sentir como antes.

Como si me hubieran amputado un miembro invisible con el que podía sentir el contacto real de otro ser humano.

Como si alguien me hubiera anestesiado para siempre para que ya no me doliera la soledad.

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