sábado, 9 de enero de 2010

La noche de la báscula


He de confesar algo que, probablemente, no haya hecho hasta ahora (por eso es una confesión, toni). Algunos viernes, cuando estoy solo en la ciudad, me dirijo al restaurante chino que se halla ubicado en la calle contínua a la mía llamado Gran Muralla y al que yo he rebautizado con el amistoso nombre de "La antesala de la muerte". Esta costumbre viene dada no tanto por la suculenta comida que acostumbra a servir tal restaurante como por la presencia entre su servicio de la bella Chiu, a quien yo, cariñosamente llamo "mi mandarina" y ella me corresponde con un amoroso pero enérgico "como no me deje en pá llamalé a mis helmanos" Yo sé que lo dice con ánimo de insuflar en mí cierto respeto hacia su persona y yo entiendo que una chica de sus cualidades ha de darse a valer. Tal actitud, en lugar de enfriar mis sentimientos hacia ella no hace otra cosa que infundirme un amor y un respeto del que no son partícipe mis manos, ya que éstas intentan llegar hasta su frágil cuerpo sin conseguirlo puesto que sus artes en el manejo del tenedor, el cuchillo, el tabuerete o lo primero que encuentra a mano me lo impiden.

Después de un ágape sin indicencias remarcables y después de un beso furtivo (una vez le hube quitado con su consentimiento la pistola con la que me estaba apuntando desde que entré en el restaurante) salí de La antesala de la muerte con el corazón (y el estómago) hirviendo, tal era mi euforia. Llegué a casa y mientras me quitaba la ropa, que aún olía a ella (o a aceite de palma) miré sin querer la báscula y recordé que había salido esa tarde a comprar una pila nueva.

La compra fue sugerida por parte de un gran amigo cuando le conté que, tras las fiesta navideñas y a pesar de los excesos perpetrados había adelgazado cincuenta kilos según mi báscula. Me miró de arriba a abajo masculló "eso va a ser de la pila" dando al traste con mi alegre preocupación de pasar de 72 kilos a 21 en dos semanas sin aparente pérdida (más bien al contrario) de masa corpórea.

Introduje la pila en la báscula y me subí. A partir de ese momento todo se vuelve confuso, creí ver una cifra (que me niego a reproducir en público) y me arrodillé para rezar consciente de que era lo único sensato que podía hacer en ese momento. Allí, de rodillas, con los brazos extendidos al cielo y con lágrimas en los ojos me supe pecador y arrepentido al mismo tiempo. Abatido, dejé caer los brazos y la cabeza sobre el pecho. Entonces la ví reírse de mí. La cogí por los dos lados y empecé a golpearla violentamente contra el suelo como si estuviese exterminando un ejército de cucarachas durante un buen rato hasta que noté que alguien o algo me estaba observando. Me giré y, efectivamente, mis gatos se habían levantado de su su cesta (mi sofá) y habían venido a ver qué pasaba. Yo me quedé con la báscula encima de mi cabeza en medio de un movimiento de aplastamiento. Ulises bostezó sin interés y Penélope se dió media vuelta y regresó al salón. Ulises y yo nos miramos a los ojos; volvió a bostezar, se echó al suelo y empezó a lamerse el cuerpo con incierto criterio.

Mi corazón iba como loco. Dejé la báscula (más bien lo que quedaba de ella) en el suelo y traté de tranquilizarme. Hacía una noche gélida y el viento azotaba las ramas de los árboles desnudos de sus hojas. Sentí como mi pulso disminuía de frecuencia y cómo la sangre que había acudido a mi cabeza e inyectado mis ojos iba volviendo a sus cuarteles de invierno. Mi ánimo, sin saber muy bien qué mecanismo oculto en mi psique utilizó, necesitó recupera al guerrero que soy y me entraron ganas de subir un pico muy alto y desde allí, en mi particular nido de las águilas, jurar por mi sangre y mi raza, volver a recuperar mi antiguo peso ideal. Como el pico más alto está a quince kilómetros decidí subir a la terraza comunitaria.

Hacía un frío de cojones. En mi apresurado ascenso guiado por la épica y el desprecio a todo lo insustancial había olvidado proveerme de ropa de abrigo (estaba desnundo para así pesar menos al subirme a la báscula) y las llaves de mi casa. Bajé la manivela y salí a la terraza, y ajusté la puerta para que no se cerrara puesto que sin llaves no es posible abrir desde fuera. El viento soplaba con glacial violencia pero ¿qué es eso para un hombre como yo, un ser que vence a cualquier circunstancia y mira con desdén todo aquello que no es esencial? y sobre todo ¿cuántas calorías estaría gastando mi cuerpo para contrarrestar el frío exterior? No sólo fortalecía el espíritu sino que quemaba grasas. Me miraba en un hipotético espejo y ¿qué veía? Un héroe. Un héroe como los de antes.

Una ráfaga de viento desencajó la puerta y la cerró con tanta fuerza que, además hizo añicos la bombilla que había sobre ésta. En un momento me quedé sin la posibilidad de volver a la escalera y a oscuras. El frío era sobrecogedor. ¿Qué pensaría quien me encontrara por la mañana, desnudo y muerto? ¿Se daría cuenta de estos momentos de heroicidad o por el contrario la confundiría con estupidez? Me acordé de mi madre y de sus desvelos para mantenerme con vida durante todos estos años y tuve la sensación de que mis actos la defraudarían. Lloré; y el calor de mis lágrimas aliviaron la leve congelación de mi cara.

Entonces el viento fue amaninando lentamente hasta quedar en un suave vientecillo y al cesar éste en una plácida calma. Después de todo el mundo no era tan hostil ni Dios apretaba tanto como para ahogarme. Dí gracias al cielo y sonreí con alegría a esa tregua con la que el mundo me decía: "está bien, ¿ves como no soy tan malo?". Y reí y salté por toda la terraza. Sudando por tal ejercicio me detuve por fín y miré a un punto indeterminado y donde se suponía que estaría el horizonte. Me sentí bien, levanté la vista en dirección al cielo... justo en el preciso instante en el que el primer copo de nieve se posaba sobre mí.

2 comentarios:

Daeddalus dijo...

Qué gran regalo...

Concha Barbero de Dompablo dijo...

¡Qué bueno!

Tienes golpes muy buenos:

"
... mientras me quitaba la ropa, que aún olía a ella (o a aceite de palma)" .

Si es que no hay nada como reírse.